21.4.21

Sin ella no habría expresión de la «extrema» gravedad que ‎supuestamente tiene Covid

MUCHO MÁS QUE UNA MÁSCARA                              

En el siglo XVIII, los médicos no lograban curar la peste pero decían que podían evitarla ‎ mediante el uso de máscaras y gafas que, según ellos, los protegían del contagio. Lo mismo ‎ sucedió después, durante la epidemia de gripe española, y el gobierno de Japón ordenó a ‎su población utilizar mascarillas quirúrgicas europeas para protegerse del virus. Hoy vuelva a ‎generalizarse el uso de la mascarilla, ahora frente al Covid-19. Pero los estudios son ‎ prácticamente unánimes: la generalización del uso de mascarillas no tiene ningún efecto ‎sobre la propagación de las enfermedades bacterianas o respiratorias.‎

Desde el inicio de la pandemia de Covid-19 observamos que el uso generalizado de ‎mascarillas quirúrgicas no responde a una necesidad sanitaria y que en realidad ‎reactiva un comportamiento arcaico. Hoy publicamos el análisis de dos sicoanalistas y ‎sociólogos sobre los efectos mentales del uso generalizado de mascarillas quirúrgicas. ‎Estos dos especialistas subrayan que el uso constante y generalizado de máscaras ‎provoca comportamientos sicóticos, lo cual ya se confirma con el actual y comprobado ‎incremento de los problemas psiquiátricos. 

La imposición del uso generalizado de la mascarilla quirúrgica se ha convertido en el símbolo de la ‎gestión de la «pandemia». Esta imposición no es de carácter sanitario y demuestra la existencia ‎de un razonamiento que no tiene nada que ver con el sentido común. Es una orden que ‎se presenta simultáneamente como una ley y como la destrucción de la ley. Con esa orden ‎se perpetra una separación del orden político. ‎

Las razones de la imposición del uso generalizado de la mascarilla quirúrgica pueden resumirse de ‎la siguiente manera: sin ella no habría ninguna expresión clara de la «extrema» gravedad que ‎supuestamente tiene el Covid. La centralidad del uso de la mascarilla reside en el hecho que, ‎al recordarnos constantemente la «pandemia», esa imposición nos pone también ‎constantemente bajo la mirada del poder, confiscando así nuestra intimidad. ‎

Con esa medida la consciencia se reduce a un «sufrirse a sí mismo». «Experimentar el ‎no poder salir de sí mismo» no es algo exterior, no ocupa una parte de nuestra existencia sino que ‎se convierte en nuestra vida misma. ‎

Lo que así se siente deja su huella en quien se enfrenta al Covid ya que es un discurso ‎sin  palabras, que no puede inscribirse y así tomar cuerpo. Es algo que impide el olvido y que ‎no puede rechazarse. Al reactivarse constantemente, la obligación del uso de la mascarilla ‎nos trae eternamente de regreso al trauma. ‎

El discurso sobre la «pandemia» se opone a la cultura, nos encierra en «la vida desnuda». ‎Ese discurso amenaza la capacidad de todo ser humano de rechazar –para no sentirse ‎petrificado. La máscara-corona revela directamente lo Real humano, más precisamente, su «ser ‎para la muerte». ‎

La obligación se convierte entonces en una ley suprema que condiciona nuestra «libertad» e ‎instituye una relación negativa consigo mismo y con el otro. Nos conmina a renunciar a ‎nuestra vida. Al no poder ser canalizada a través de la cultura, lo real de la muerte abarca la ‎totalidad de nuestra existencia. ‎

De esa manera, la máscara-corona no es la articulación de lo simbólico y lo real. ‎Por  consiguiente, ya no es una máscara ya que no hace el papel de velo. Al contrario de la ‎máscara griega o romana, la máscara-corona no oculta el rostro… lo hace desaparecer. ‎

Portar una máscara cumplía una función de protección del cuerpo simbólico. Ahora, la máscara-‎corona es una profanación del cuerpo social e individual. Ya no es, como la máscara de la ‎antigüedad griega, una articulación entre lo visible y lo invisible y ya no permite el posible acceso ‎a algo real pero oculto tras un velo. La máscara-corona es, al contrario, una provocación de ‎lo Real, que permite desencadenar la pulsión de muerte. ‎

La pulsión de muerte es la estructura misma de la pandemia. Genérica y universal, «se basa en ‎una angustia fisiológica y en la rabia impotente» de quien no puede hablar. Impide todo libre  arbitrio e induce una aceptación ‎generalizada del uso de la máscara. Esa pulsión se convierte en la reivindicación de un ideal ‎consistente en escapar a la condición humana y aceptar así el paso al transhumanismo. ‎

Un «hacer ver»

Es, efectivamente, en el marco de un «hacer ver» que la OMS recomienda el uso de la ‎mascarilla, aunque reconoce que la mascarilla ‎no permite detener el virus ni proteger a quien la porta. La ventaja que ve la OMS en esa ‎medida reside en la modificación de los comportamientos de las poblaciones, a las que ‎se estimula a fabricar ellas mismas sus propias mascarillas y a participar así activamente en ‎su propia destrucción. ‎

Para la OMS, la mascarilla se convierte también en «un medio de expresión corporal», adecuado ‎para favorecer la aceptación global de las medidas de «protección». Aunque ‎la actuación del poder tenga por efecto verdadero la propagación de la enfermedad, usar la ‎mascarilla se convierte en un pedido de protección. La máscara-covid es así una forma de ‎comunión con la autoridad, una adhesión que muestra como aceptamos someternos a ‎conminaciones que nos impiden ser nosotros mismos. ‎

El poder presenta la «pandemia» bajo el aspecto aterrador de una vida contaminada. ‎Su  existencia se construye entonces como un hecho social «total, irreversible, imprevisible e ‎irreparable». El uso permanente de la mascarilla ‎se convierte entonces en el paradigma de la catástrofe. Es la exhibición, por los portadores ‎mismos de la mascarilla, de las medidas que no sólo no los  protegen sino que los debilitan ‎tanto física como psíquicamente. La adhesión al discurso del poder es una fijación mortífera a ‎lo que dice el poder, es el resultado de una técnica de sumisión en la cual quienes llevan el peso ‎de la carga del sometimiento son los individuos mismos que se someten. ‎

Al portar la mascarilla, somos portadores de nuestra culpabilidad –somos culpables de ser un ‎vector de transmisión de la enfermedad, pecado que debemos expiar exagerando ‎nuestra propia sumisión. A pesar de que la instrucción de portar la mascarilla es respetada por la ‎enorme mayoría de la población, constantemente siguen conminándonos a llevarla. Presentada ‎inicialmente como una medida temporal, hoy nos dicen que, a pesar de la vacunación, el uso de ‎la mascarilla seguirá siendo necesario.‎

La máscara-corona se inscribe en la ideología de la transparencia. El rostro que la máscara ‎disimula desaparece como simple reflejo de la mirada del otro. ‎Nos remite a una imagen abierta, de la cual el portador no puede ausentarse. La máscara ‎permite así una identificación con la mirada hipnotizante. El resultado es una relación incestuosa, ‎una fusión con el disfrute del poder, que cae en la categoría de lo obsceno. ‎

La máscara como técnica de encierro

En todas partes del mundo, el poder ha puesto en práctica técnicas de aislamiento cada vez más ‎sofisticadas, como las prisiones del tipo F que deben provocar en el preso un estado de privación ‎sensorial. El aislamiento caracteriza la modernidad. Está presente simultáneamente en ‎la sociedad y en la prisión. En la pandemia, la técnica de encierro se vincula a la ‎postmodernidad. El confinamiento, el uso de la máscara o las medidas de “distanciamiento ‎social” no tienen por único objetivo aislar del ‎cuerpo social el cuerpo de quien puede ser portador del covid, también apunta a aislarlo de sí mismo. ‎

El tratamiento que actualmente se da a nuestro cuerpo hace recordar de inmediato la técnica de ‎encierro utilizada en la prisión de Guantánamo. Ese campo de detención ‎inaugura una nueva exhibición, pero no del cuerpo, como en tiempos de los reyes de Francia o la ‎imposición del trabajo del inicio del capitalismo, sino de su imagen, más precisamente de una ‎negación de la imagen del cuerpo. ‎

‎En Guantánamo no sólo se cubría los ojos a los presos poniéndoles ‎antiparras opacas, la nariz y la boca también estaban recubiertos por una mascarilla quirúrgica. ‎De hecho, se confisca el cuerpo del preso, no para someterlo sino para encerrarlo en ‎sí mismo. Nada debe desviar del encierro la mente de un preso ya que el preso debe ver ‎el encierro como algo que no tiene principio y, sobre todo, que tampoco tiene final. ‎

En el uso de la máscara-corona volvemos a encontrar las últimas funciones de un encierro ‎sin límite de tiempo. Cubrir las manos con guantes y el uso permanente de la mascarilla médica ‎no son los únicos procedimientos similares al campo de detención de Guantánamo. ‎En ambos  casos, el encarcelamiento es a la vez externo e interno. Nos encierra en nuestra ‎impotencia y nos lleva a un estado, más o menos avanzado, de privación sensorial, elemento ‎productor de sicosis. Incomunicado de los demás y de sí mismo, el psicótico está ‎‎«en comunicación» sólo con el virus y con las conminaciones de las autoridades. Los cuerpos ‎enmascarados hacen visible la invisibilidad de la guerra contra el coronavirus, actuando de la ‎misma manera que las imágenes de Guantánamo, que dieron existencia a la guerra contra el ‎terrorismo. ‎

La fábrica de psicosis

A través de las imágenes de Guantánamo el espectáculo mira al espectador por el «hueco de ‎la mirada». El espectador se ve atrapado en la pulsión escópica, donde ‎lo esencial es mirarse ser mirado. Esa pasividad es participación en el dejar hacer, en el ‎dejar mostrar, en el dejar decir y gozar de ello. ‎

Al igual que la recepción, sin condena explícita, de las imágenes de Guantánamo, el enrolamiento ‎personal en la «guerra contra el coronavirus» es una etapa adicional en la renuncia a nuestra ‎propia humanidad. ‎

El consentimiento ante lo que se dice y se muestra no es sólo pasivo sino también activo. ‎La persona ya no está simplemente en estado de sideración ante algo visible que puede ‎considerar exterior sino que tiene que rehacerse e integrar activamente la movilización que ‎se impone debido a la pandemia, tiene que estar «en marcha», participar en su propia ‎destrucción como ser humano así como en su recomposición como «transhumano». En la ‎‎«guerra contra el coronavirus», ya no hay distinción interior/exterior. Esta fusión de tipo ‎psicótico existe, no sólo a nivel individual sino también societal. ‎

La fabricación de la sicosis es, desde hace tiempo, una ocupación de nuestros dirigentes. ‎Las técnicas de privación sensorial aplicadas en Guantánamo permitían producir –en sólo 2 días– ‎individuos psicóticos en materia de comportamiento. Esas técnicas eran una aplicación directa ‎de las investigaciones de psicólogos dedicados al estudio del comportamiento, como Donald ‎O. Hebb, de la universidad Mac Gill, en Quebec.‎

En el marco de la «guerra contra el coronavirus» y de experimentos como los procedimientos de ‎torturas aplicadas en Guantánamo, el cuerpo es capturado, pero no para destrozarlo ‎como  antes, tampoco para disciplinarlo como en la organización capitalista del trabajo, sino para ‎ser aniquilado. Se trata, en este caso, de una condición previa, el objetivo es imponer una ‎reconstrucción en el marco del transhumanismo. ‎

Una captura de lo Real

La «guerra contra el coronavirus» va más allá de la «lucha antiterrorista». No está ‎en conflicto contra una parte de la población sino contra una categoría de la población, pero ‎convoca lo Real, ataca la posibilidad misma de lo viviente. El poder, a través de la tecnociencia, ‎compite con lo que se le escapa permanentemente. ‎

El uso de la máscara es una anticipación de la captura de lo real humano. Se inscribe en un ‎procedimiento de evitación relacional que hace que el otro deje de existir. Se captura algo de ‎lo Real: el deseo de relacionarse. A partir de ahí, la gente que se pone la máscara ya no es ‎portadora de la palabra sino del grito de quien se ha convertido en nadie. Esa gente exhibe ‎a la vez el rechazo al otro y lo que resulta de ese rechazo, su propia aniquilación. ‎

El uso de la máscara-corona produce una pérdida de «la apetencia simbólica», de ese deseo de ‎relacionarse que se manifiesta más allá de la satisfacción de las necesidades elementales de la ‎supervivencia.‎

El «encuentro primordial» con el otro es un impulso pulsional, el de la pulsión de la vida, ‎esencial en la construcción de un vínculo con el exterior. Ese don, destinado a actuar al nivel del ‎conjunto de la vida, hoy está siendo atacado por el uso de la máscara. Se convierte en un ‎rechazo al otro, en una destrucción de la «apetencia simbólica», o sea de la condición ‎primordial llamada a garantizar la formación de un vínculo social. Es la materialización de un ‎rechazo al otro y a sí mismo como persona. Es la exhibición de un contagio, ya no de una ‎enfermedad, sino de una concepción escatológica de la imposibilidad de un porvenir humano. ‎

La torre de Babel

La obligación generalizada de portar la máscara es el símbolo de un derrumbe de las fronteras ‎colectivas e individuales, de las fronteras que delimitan los Estados así como de las fronteras que ‎permiten, al diferenciar lo que está afuera y lo que está adentro, la formación de un sujeto ‎individual y colectivo. ‎

El uso generalizado de la máscara es una mordaza. Al suprimir toda singularidad e imponiendo ‎‎«una ausencia de lengua, una imposibilidad de hablar», el uso generalizado ‎de la máscara construye una nueva torre de Babel. Ordena un «a puertas cerradas» ya que ‎se necesitan dos labios que se aparten uno del otro para poder hablar. La máscara-corona ‎impone así la instalación de una nueva universalidad monádica de la condición humana, donde ‎‎«nadie se distingue de los demás». ‎

La frontera es constitutiva del imaginario individual y social. Es lo que permite construir un ‎sentido. En la pandemia, al abolirse su función de mediación, las «instituciones imaginarias de ‎la sociedad», las organizaciones de la sociedad civil, son desactivadas y se convierten en ‎lo contrario de sí mismas. En lugar de establecer un límite ante la omnipotencia del poder, ‎se convierten en una simple correa de transmisión de las imposiciones de ese poder. Se reducen ‎a un acto voluntario de automutilación como expresión de un superyó arcaico que ‎se puede calificar –como lo hace Lacan– de obsceno. ‎

Sin que se identifique claramente un centro de decisión, el uso de la máscara se presenta ‎inmediatamente como una obligación mundial. Al suprimir las fronteras políticas, elimina también ‎toda demarcación entre uno mismo y el otro. La globalización de la «pandemia» borra toda ‎diferencia, exhibe una cuasi desaparición del Estado-nación y borra la persona como entidad ‎jurídica y psíquica. Se opera así, en todos los sentidos, una fusión entre el adentro y el afuera, ‎o sea se instala una sicosis generalizada, llevando a pueblos e individuos a consentir su propia ‎destrucción. ‎

De esa manera, el uso de la máscara-corona provoca una indiferenciación del yo y del no-yo, ‎del sujeto y del objeto. Privado de su capacidad de discernimiento, el individuo ya no puede ‎nombrar lo real. De esa indiferenciación resulta una fusión con las cosas mismas. La máscara-‎corona permite así la instalación de una estructura esquizofrénica, donde el individuo ‎se identifica con los objetos del discurso. Se convierte en su máscara. ‎

«Dar cuerpo» a la pandemia o dar sentido al «sin sentido»

En Los hermanos Karamazov, Dostoievski nos recordó que lo que caracteriza al ser humano es ‎el abandono de su existencia ‎para entregarla como ofrenda al poder. Aquí, en el manejo de la «pandemia», la renuncia de las ‎poblaciones resulta de la destrucción de las instituciones imaginarias de la sociedad y de ‎su vínculo con el orden simbólico. Esas instancias –como el sindicato, la familia, la iglesia, ‎la prensa, el poder jurídico… organizaciones todas que constituyen una defensa contra el poder ‎absoluto y que son la base del vínculo social– hoy se ven no sólo desactivadas sino invertidas. Ya ‎no hacen cuerpo sino que, al contrario, están impactadas por el proceso de descorporización de ‎la sociedad y movilizadas en la «guerra sanitaria». El cuerpo individual o social ya es sólo una ‎carne marcada por el discurso del poder, por el encuentro del «goce absoluto» característico de la estructura psicótica.‎

Estableciendo una ruptura con el otro y consigo mismo, la máscara-corona impone una doble ‎división. Es ante todo un «hacer ver». De esa manera, los medios no deforman la realidad… ‎la fabrican. Instalan un proceso ‎de sideración. El mundo es reducido entonces a un «hacer ver» que convoca al goce. El goce limita y excluye el cuerpo que desea, no aporta sentido sino que ‎es parte de lo impensable, del sin sentido. ‎

El goce, sin sentido y fuera del cuerpo, se hace entonces adictivo. El automatismo de la ‎repetición se impone sobre el principio de realidad. Instaura un goce del traumatismo que, ‎como máquina de repetición, tiene por afecto la liquidación de todo hecho de un sujeto, sea ‎individual o colectivo. Excluido del Otro, el cuerpo se reduce a su realidad anatómica y ‎se convierte en un simple soporte de la pulsión de muerte. ‎

A partir de ese momento, el uso de la máscara es un consentimiento de las poblaciones a ‎su propia destrucción, es la aceptación del gesto de deponer nuestro cuerpo, como se deponen ‎las armas. El cuerpo debe desaparecer para que pueda aparecer la «pandemia». ‎

Es también un «sí» a la muerte del sujeto parlante y es una aceptación del hecho de verse ‎capturado por el poder. La máscara actúa como una marca que da cuerpo a la enfermedad. En ‎esta situación, los individuos ya no tienen un cuerpo sino que son el cuerpo de la «pandemia», como antes fueron el cuerpo de las víctimas de la masacre de Charlie Hebdo, al adoptar el eslogan «Je suis Charlie» (en español, ‎‎“Yo soy Charlie”]. ‎

«La inseguridad sufrida», una voluntad de goce

La «guerra contra el coronavirus» es una máquina de procurar goce. Basada en una supresión ‎del derecho, fusiona la violencia con lo sagrado. Nos confirma que la cuestión central en el ser ‎humano, como individuo sin comunicación con el Otro, no es el problema de la libertad sino, ‎más fundamental aún, el del goce. En este caso, el goce ya no está articulado al cuerpo y gira ‎sobre sí mismo, forma lo que el psicoanálisis llama una compulsión de repetición. Se trata de un ‎goce mortífero donde la energía vital, convocada por la orden del superyó, se vuelve contra ‎sí misma. ‎

Este goce constituye un imperativo categórico que rechaza todo lo que puede limitarlo. A través ‎del uso generalizado de la máscara, pone en escena lo obsceno. Convertido en «el amo del ‎tiempo», el virus encarna el Amo único y la ‎única Ley, a los cuales los individuos deben someterse voluntariamente. Los individuos ‎se convierten en soldados de la pandemia, actores de su propia destrucción. ‎

La inseguridad se hace general y obstaculiza la posibilidad de estar con el otro. Ya no estamos ‎en el plano del lenguaje sino de lo que se siente, ya no como el ‎‎«sentimiento de inseguridad», tal y como lo ha desarrollado la «lucha antiterrorista», sino en ‎‎«la inseguridad que se siente». Así, el uso de la máscara-corona produce, a través del discurso ‎del poder, un «sentimiento que alcanza un grado tal de intensidad que ha generado ‎en muchos un verdadero “deseo de catástrofe”». Ese sentimiento se convierte en voluntad ‎de goce, respaldando la ofrenda de su cuerpo y de su vida a los imperativos de la potencia ‎estatal. ‎

Con ello se opera una transformación al nivel de la conciencia. Esta no es ya la de un objeto ‎determinado sino la de quien sufre, de un «dado originario» que sustituye la percepción. El  individuo se ve entonces desvinculado del lenguaje y se involucra «en la nada», en «la absoluta positividad cósica». Nos convertimos en la cosa de ‎una máscara, en portador de la mirada del poder. ‎

Cuando nos sufrimos, no podemos pensar ya que el lenguaje está instrumentalizado, ‎se  convierte en un simple medio de comunicación, de «comunión» o de «contagio», como ‎plantea Georges Bataille. Para Bataille, comunicar es «una idea de fusión», es salir de sí mismo ‎y fundirse con el otro. Aquí, la mónada, que se siente a través de la ‎pandemia, comulga y fusiona con el poder. ‎

Desenmascarar la pulsión de muerte

Confirmando que el principio de identidad reside esencialmente en el rostro, el uso de ‎la máscara se presenta como un dado originario, portador de un desorden obsesivo compulsivo ‎que impide toda inscripción del otro. Se ve así que «deshacerse temporalmente [del rostro] ‎‎mediante el uso de una máscara… es un acto donde el individuo… traspasa el umbral de una ‎posible metamorfosis».‎

Si bien el rostro esconde «el ser para la muerte» y hace posible el vínculo social, la máscara-‎corona es un desvelamiento que escamotea los trazos de su portador. «Abre el cerrojo del yo y ‎libera la pulsión». El uso de la máscara-corona, como soporte del aparataje ‎pulsional, es el corazón del dispositivo «sanitario». Su función es descomponer el cuerpo ‎simbólico, aniquilar lo que nos hace humanos. ‎

Este «des-vínculo» desencadena la pulsión de muerte, productora de una automutilación de ‎su portador. Debido a la obligación de portar la máscara, esta pulsión insiste, se repite bajo la ‎forma de un trauma, rompiendo los cuerpos individual y social. ‎

Al no poder articularse con el campo del otro, es una descorporización, un «flujo de lo vivido» ‎‎que se convierte en una compulsión repetitiva. ‎El uso de la máscara impide toda ruptura con el discurso del poder y permite el eterno regreso ‎del trauma. Es un fetiche que sustituye cualquier simbolización. ‎

Sin embargo, el hecho de simbolizar ya es establecer una distancia con respecto a la conminación ‎del superyó y existir como un «nosotros», es rechazar que nos «asalten uno por uno» en esta guerra contra el género humano y ‎contrarrestar así un «ataque contra el colectivo a través de los individuos». ‎

Jean-Claude Paye

Tülay Umay

http://www.verdadypaciencia.com/2021/04/mucho-mas-que-una-mascara.html

No hay comentarios:

Publicar un comentario