22.4.25

A través de estas pruebas de crisis, deconstrucción y transformación nacerá el milagro

DEL CAOS NACE LA REVELACIÓN            

Cuando el mundo se tambalea, cuando se resquebraja bajo el peso de sus contradicciones, de sus ilusiones y de sus sistemas desconectados de la esencia de la vida, es entonces cuando el alma humana se eleva en todo su esplendor. En este aparente caos, donde todo parece derrumbarse, las crisis actúan como una matriz de despertar, una fase de gestación necesaria para el surgimiento de una nueva conciencia, primero individual y luego colectiva. 

Estas crisis son el abrazo doloroso pero necesario que precede al nacimiento de un ser más despierto, más conectado con su verdadera naturaleza divina. Como el alquimista que, en el crisol de la materia, transforma el plomo en oro, las pruebas colectivas e individuales que vivimos de modo cada vez más cercano e intenso, a pesar de su dureza, son en realidad fabulosas oportunidades de transmutación. 

Cada crisis se convierte así en un catalizador de transformación, un llamado a la introspección, a la reevaluación de nuestras creencias y a la redefinición de nuestro lugar en el gran orden del universo. El mundo, aparentemente en ruinas, es el terreno fértil en el que el alma humana encuentra su potencial oculto, el de resurgir, de revelarse y de reconectarse con las fuerzas invisibles que lo habitan y lo mueven. 

Es en estos momentos de fractura que se plantan las semillas del renacimiento, y es allí donde el individuo puede finalmente encontrar el coraje para despertar a una dimensión más amplia de su existencia, más allá de las ilusiones impuestas por un mundo en decadencia en el que ya no encuentra su lugar.

Hay momentos, como el que actualmente atravesamos, en que el mundo se tambalea, en que los pilares de certidumbre sobre los que se asentaron las civilizaciones se tambalean, se desmoronan, se desploman bajo los golpes repetidos de un materialismo sin alma, sin ley, impuesto por poderes políticos, militares o farmacéuticos tan tiránicos como ávidos de control y poder. 

Pero es precisamente en estos momentos de fractura que ciertas facciones de la humanidad, como animadas por un recuerdo enterrado pero indeleble, enderezan la columna vertebral y buscan instintivamente el camino olvidado hacia su elevación. Porque es cuando las luces exteriores se apagan que el verdadero ser humano se vuelve hacia su luz interior. Porque es en la noche más oscura que las estrellas se hacen visibles.

El verdadero ser humano, aquel que encarna la conciencia profunda de su existencia y de su potencial divino, parece hoy casi imposible de encontrar en un mundo que lo ha perdido de vista. El materialismo, con su promesa de comodidad y seguridad, lo sumergió en una ilusión de bienestar. Las tecnologías modernas, el consumismo desenfrenado y el individualismo se han convertido en las cadenas invisibles que rodean su mente y sofocan su verdadera naturaleza. 

Lejos de la realización espiritual, esta comodidad ilusoria lo llevó a revolcarse en una estupidez gregaria, donde todos se conforman sin cuestionar los valores que impone la sociedad de consumo. Corre tras bienes materiales, distracciones fútiles, cada vez más numerosas, pero cada vez más insignificantes. Al hacerlo, olvida que no está aquí para llenarse de posesiones, sino para elevarse, para conectarse con el alma del mundo y la fuente divina que late dentro de él.

El hombre no puede ser reducido a la absurda mecánica de un ciclo metro-trabajo-alquiler, esclavizado por una sociedad que ha intercambiado sentido por productividad. No nació para dedicar la mayor parte de su existencia a enriquecer a otro, a cambio de una comodidad precaria y condicionada. El ser humano es fundamentalmente un ser de conciencia, creación y trascendencia, cuya naturaleza profunda va más allá de los estrechos límites del materialismo. 

Él es, en esencia, un fragmento de lo divino, venido a la Tierra para explorar la infinidad de experiencias: amar, soñar, crear, contemplar, fallar, aprender y renacer. Reducir la vida a una serie de obligaciones económicas es ignorar la vocación primaria de la existencia: florecer en la libertad, el misterio de la vida y el impulso espiritual. Es hora de reinventar una forma de estar en el mundo que honre la dimensión sagrada de la vida humana, en lugar de sacrificarla en el altar de la eficiencia y el miedo a la carencia.

Bajo la influencia de esta ilusión materialista, el hombre abandona gradualmente su dignidad. Ya no busca superarse, purificarse, realizarse como ser espiritual y creador de su realidad, sino que se ahoga en una búsqueda incesante de necesidades materiales y de placeres efímeros. Esta carrera ciega lo desconecta de sus verdaderas necesidades, de lo que nutre el alma y eleva la conciencia. Lo que queda entonces es una masa de individuos que se contentan con cumplir las expectativas impuestas por una sociedad que ya no les deja espacio para la reflexión, la elevación o la búsqueda del significado más profundo de la existencia.

La comodidad ilusoria que ofrece esta sociedad es, en realidad, una jaula dorada, una forma de dominación sutil, donde el hombre es tratado como una máquina de consumir sin cesar, impulsada por necesidades cada vez más bestiales y destructivas. Lo que se supone que debe mejorar su vida lo reduce a esclavo de los deseos impuestos, de la publicidad, de las tendencias, de las normas sociales. En esta carrera loca hacia un consumo cada vez mayor, el individuo pierde de vista su esencia divina. Se rebaja, se degrada, se reduce a un simple motor biológico, esclavo de sus impulsos primarios, olvidando la belleza y la grandeza de lo que podría ser si se conectara con su dimensión espiritual.

Pero aún más trágico es que este olvido de sí mismo sumerge a la humanidad en un salvajismo insidioso. Este salvajismo no sólo se manifiesta en actos violentos o brutales; Se revela también en una violencia gratuita que se esconde detrás de la normalidad cotidiana: competencia excesiva, dominio de los otros, egoísmo sistemático. Este salvajismo es el del hombre que, perdido en sus necesidades corporales, acaba perdiendo su verdadera humanidad. Se acerca más a los animales, pero de un modo más primitivo, un salvajismo que no busca el instinto necesario para la supervivencia, sino el de la destrucción.

Así, el individuo se hunde en la decadencia, en una especie de despojo espiritual, donde ya no es capaz de elevarse. El hombre se recuerda diariamente sus necesidades más primitivas: comida, consumo, comodidad superficial, sexo, poder. Estas necesidades, lejos de ser una búsqueda natural, se convierten en obsesiones destructivas que arruinan su alma. Se convierte en el descarte de una humanidad en decadencia, rechazando todo lo que podría elevarla, enriquecerla espiritualmente, en favor de la materia y los reflejos animales. 

La sociedad, en su maraña de normas y mandatos de consumo, ha creado un Hombre deshumanizado, exhausto, que ha olvidado la grandeza de lo que podría ser. Se reduce a su naturaleza animal, buscando sólo la satisfacción de sus impulsos inmediatos, hasta el punto de la autodestrucción.

Pero en esta caída, en esta confusión que parece total, aún queda la posibilidad de levantarse, de renacer, de reaprender a reconectarnos con lo que es verdadero, con lo que es profundo y sagrado dentro de nosotros. Porque en el fondo, no es la naturaleza humana la que falla, sino la ilusión en la que se ha hundido. El verdadero ser humano no es un mero consumidor ni un esclavo de los deseos mundanos. Es una creación divina, una chispa de eternidad, capaz de elevarse más allá de la materia y el salvajismo, para encontrar su lugar dentro del cosmos, en armonía con su espíritu y con el universo.

La crisis es entonces reveladora. Actúa como un espejo despiadado, reflejando ante la humanidad la imagen distorsionada de sus ilusiones de una sociedad que se creía todopoderosa, protegida por la tecnología, gobernada por la “ciencia” y dirigida por expertos con discursos suaves y sin alma. Pero a medida que las certezas se desmoronan, que los sistemas de salud se demuestran incapaces de curar los problemas subyacentes, que los gobiernos hablan en neolengua de libertad mientras restringen cuerpos y amordazan mentes, aparece un vacío. Y este vacío, lejos de ser un fin, se convierte en una apertura. ¡Una brecha!

Porque la crisis nos obliga a despojarnos del artificio. Los humanos, privados de sus muletas digitales, de sus anestésicos culturales, de su comodidad programada, se ven de repente confrontados con una pregunta que habían evitado durante mucho tiempo: ¿ quién soy sin el sistema? ¿Quién soy yo sin las respuestas preparadas, sin el sacerdote científico, sin los dogmas tecnológicos que le dicen qué pensar, qué consumir, en qué convertirse? Y es allí, en esa desnudez interior, donde reaparecen aquellos que habían intentado ser sepultados bajo el peso del ridículo: los magnetizadores, los trabajadores de la energía, los contrabandistas, los médiums, los sanadores de cuerpos y de almas. 

No surgen como salvadores, sino como espejos de una posibilidad olvidada. Los llaman “charlatanes” porque perturban una medicina que se ha convertido en una industria, donde la salud es un mercado y la enfermedad una inversión. Los llaman “teóricos de la conspiración” porque se atreven a cuestionar lo que se ha convertido en una religión sin Dios con el cientificismo, que ha evacuado el alma para dejar sólo órganos. Pero en verdad, estos seres, a menudo sencillos, discretos, a veces ellos mismos heridos, nos recuerdan una cosa esencial: el ser humano no es sólo un cuerpo por reparar. Es ante todo una vibración a sintonizar, una conciencia a despertar, una energía a realinear.

Así pues, en nuestra era de excesivo materialismo e individualismo, estos sanadores son  portadores de un mensaje atemporal . Nos recuerdan que somos mucho más que la suma de nuestras células y genes. Somos seres vibracionales, fragmentos de estrellas , y nuestra sanación viene a través de la reconexión con nuestra naturaleza espiritual y energética. Sus prácticas, tanto antiguas como modernas, se convierten en faros de esperanza , una invitación a encontrar nuestro equilibrio original , a sanarnos no sólo en el nivel físico, sino también, y sobre todo, en los niveles sutiles del ser.

Y en esta época de inversión total de valores , donde la sombra y la luz parecen confundirse, llama la atención que hoy los médicos, esas mismas figuras de autoridad en materia de salud, se atrevan a calificar de "medicina alternativa" conocimientos ancestrales que sin embargo eran la raíz misma de sus propios conocimientos . De hecho, los medicamentos químicos que prescriben con una certeza casi dogmática no son más que versiones desnaturalizadas y concentradas de sustancias naturales, a menudo derivadas de plantas medicinales que la ciencia moderna ha despreciado durante mucho tiempo. 

Estas plantas, sagradas en las tradiciones antiguas, han sido aliadas de los curanderos durante milenios, utilizadas para reequilibrar las energías sutiles y ajustar las vibraciones del cuerpo humano. Sin embargo, este mismo conocimiento que ha alimentado la medicina a lo largo de los siglos se reduce hoy al rango de simple "alternativa" , como si la humanidad, al ceder a la tentación de la química, hubiera olvidado que la naturaleza es la fuente original de la curación . 

La medicina occidental, al rechazar el principio de las energías vibracionales y del magnetismo en el cuerpo humano, se aleja de la esencia misma de lo que ha permitido al hombre, durante siglos, vivir en armonía con su propio ser y su entorno. Así, el mundo parece haber hecho un gran círculo, donde se niega el conocimiento más profundo, antes de ser reivindicado bajo otro nombre, como si hubiéramos olvidado que la verdadera medicina no es la que conquista la materia , sino la que reequilibra el alma y el cuerpo en una danza de armonías vibratorias.

Vivimos pues al final de un ciclo , una época en la que las fuerzas dominantes, ya sean militares, tecnológicas o mediáticas, que han gobernado a la humanidad imponiendo una visión estrecha y materialista del mundo, todavía creen en su invencibilidad. Pero esta dominación, por poderosa que parezca, se va desintegrando poco a poco, como las ilusiones que se desmoronan ante la realidad de la evolución de la conciencia colectiva. 

Los individuos despiertos, a menudo sin poder explicarlo claramente, sienten la necesidad de volver a algo más profundo, más esencial. Intuitivamente sienten que es hora de reconectarse con la naturaleza , de redescubrir el poder del corazón , de reconectarse con lo invisible , con aquello que escapa a la pura racionalidad, con aquello que está fuera de los patrones que impone un mundo que sólo ve lo que puede tocar, cuantificar y medir.

Los actuales "teóricos de la conspiración", los profetas , esas voces disonantes, esos buscadores de la verdad que se oponen a las narrativas oficiales, a menudo son llamados erróneamente a permanecer en silencio o a ser desacreditados. Sin embargo, la historia nos ha enseñado que a veces estas mismas voces serán reconocidas en el futuro como los visionarios incomprendidos de su tiempo, aquellos que tuvieron la previsión de ver lo que ya estaba surgiendo, pero que las masas aún no estaban preparadas para comprender. 

Del mismo modo, los "charlatanes" , esos curanderos, esos magnetizadores o esos sabios marginados, llevan dentro de sí un conocimiento antiguo que la ciencia oficial, demasiado corrupta y dogmática para reconocer sus propios límites, se niega obstinadamente a escuchar. Sin embargo, su conocimiento no es el de una ilusión , sino el de una realidad sutil que intentan transmitir de nuevo a quienes aún tienen ojos para ver y oídos para oír, más allá de las apariencias.

Pero no tiene sentido luchar contra el despertar , porque ya está sucediendo. Está amaneciendo una nueva era, la de una humanidad conectada con sus dones naturales olvidados. Una humanidad que redescubre la clarividencia , la telepatía , la capacidad de autocuración a través de las plantas y las energías de la Tierra, de transmutar su propio ser para alcanzar un nivel superior de conciencia. Estas habilidades no son meras creencias místicas, sino que forman parte de un potencial humano profundamente arraigado, un conocimiento perdido que la humanidad debe reintegrar para superar las limitaciones materiales y efímeras de un mundo basado en el control y el consumo. Ha llegado, pues, el tiempo de la revelación interior , y ningún poder existente podrá impedir este renacimiento del espíritu humano.

Así, paradójicamente , es en la aparente decadencia del mundo, en su colapso, en la lenta agonía de las estructuras que lo han gobernado, que el verdadero hombre comienza a despertar y a revelarse . No se trata de una huida desesperada ante el colapso de los valores, sino de un cambio profundo , una verdadera alquimia interior que está teniendo lugar. La materia se está derrumbando, los cimientos del mundo materialista, consumidos por sus propios excesos, se están dislocando y convirtiendo en polvo. E inevitablemente, es en este colapso que el espíritu se eleva, que el alma humana comienza a redescubrir su verdadera naturaleza, a reconectarse con su esencia divina y vibratoria. Esta vez, este momento de transición , no es el fin del mundo, como algunos anuncian con temor, sino más bien el fin de un mundo.  La de la dominación de lo racional, del consumo, de la división. Es el final de una era que, en su frenética búsqueda de control, ha olvidado lo que hace a la humanidad: la conciencia espiritual, la conexión con la naturaleza , con lo invisible, con lo eterno.

Y en las cenizas de lo viejo, donde creencias caducas y sistemas de dominación se consumen a la luz del cambio, renace el fuego sagrado del ser soberano. El hombre, al redescubrirse a sí mismo, comprende que es mucho más que un simple ser físico. Él es un templo viviente , un médium de lo divino, un transmisor de energías, un verdadero sanador . No se trata de un retorno nostálgico a prácticas antiguas para escapar de la realidad moderna, sino de una necesidad vital  de reinfundir el alma a una civilización sin aliento, una civilización que ha olvidado la dimensión espiritual de la existencia , en favor de una materialidad devoradora.

El regreso de los magnetizadores y visionarios no es pues una regresión mística , sino más bien una resurrección de la conciencia . Son guías , transmisores de luz que restablecen los vínculos invisibles entre el Hombre y el universo, entre lo visible y lo invisible, y que nos recuerdan, a través de sus prácticas, que lo divino no es una abstracción lejana, sino una energía omnipresente en nosotros y a nuestro alrededor.

Porque, en última instancia, es a través de la prueba de este período de crisis, deconstrucción y transformación que nacerá el milagro. Un milagro no es sólo un acontecimiento externo que relatamos, sino sobre todo una revelación interior que experimentamos. El milagro lo creamos nosotros, lo llevamos nosotros, cuando nos atrevemos a recordar de dónde venimos, quiénes somos realmente, cuando elegimos despertar dentro de nosotros ese poder divino e infinito que todos llevamos dentro, ese estallido de eternidad que sólo pide manifestarse.

Es en este profundo despertar, en este reencuentro de alma y cuerpo, en esta conexión vibracional con el universo que logramos, no sólo nuestra propia transformación, sino también la de toda la humanidad...

Phil BROQ.

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