¿HUIR O LUCHAR?
En este mundo donde la red de control tecnológico se extiende por todas partes, cada rincón del planeta parece ahora bajo vigilancia, cada individuo escudriñado, cada transacción observada. Los Estados, habiéndose convertido en actores globalizados de la tiranía, parecen estar fusionándose en una burocracia despiadada, impulsando un mercado interminable hacia la esclavitud. La Unión Europea, presentada como un bastión democrático, no es más que un espejo distorsionado de esta realidad omnipresente basada en una tecnocracia invisible, pero muy real.
La moneda digital, lejos de ser un simple medio de intercambio, se está convirtiendo en la punta de lanza de esta dominación insidiosa. El pasaporte, que en su día fue una herramienta de libertad, se está transformando en una prisión digital, una barrera invisible que se interpone entre nosotros y el mundo exterior. Entonces ¿dónde buscar refugio? Huir a otro lugar ya no es una solución.
La trampa global ya está preparada: todos los territorios están conectados por esta red de datos y algoritmos, transformando el mundo en un espacio sin escapatoria. La verdadera cuestión es entonces: ¿huir o resistir al origen mismo de esta dominación?Esta es una pregunta que se formula cada vez con más
frecuencia el alma desilusionada de un pueblo atrapado entre la corrupción
tiránica de sus dirigentes y la ceguera cobarde, si no la negación total, de la
mayoría de su propio pueblo al no ver la dictadura tecnocrática que se está
estableciendo. Frente a este país convertido en una prisión a cielo abierto, en
un hospital psiquiátrico donde reinan locos y psicópatas, donde las verdaderas
cadenas ya no son visibles sino más presentes que nunca, surge la dolorosa
pregunta de si debemos abandonar este caldo de cultivo de degradación moral y
pronto física (con empobrecimiento y una medicina asesina), o, por el
contrario, si debemos esforzarnos en despertar a este monstruo sin alma en que
se ha convertido un pueblo, anestesiado durante demasiado tiempo por la
comodidad material, el egoísmo y el egocentrismo.
Huir, por supuesto, parece la solución más obvia, la más
prudente, pero también la más cobarde. El pueblo, sentado en un trono de
ceniza, paralizado por años de sumisión e inercia, se ha acostumbrado a la
vergüenza. Sus dirigentes, parásitos que se regodean en el lujo y la impunidad,
alimentan una corrupción tan profunda que ahora se ha vuelto sistémica. Estos
verdugos de la democracia, protegidos por un ejército de gendarmes
transformados en mercenarios a su servicio, ya no conocen ni moderación ni
conciencia. Así pues, en este contexto, es legítimo que cualquier mente sensata
se pregunte: ¿por qué permanecer en este pantano nauseabundo que nos va a
engullir? ¿Por qué no huir a un lugar más sano, más puro, más digno y dejar que
esos imbéciles ineptos, a quienes ya no les conmueve nada, se suiciden viendo
sus series de televisión, desplomados en sus sofás?
Entonces, huir, sí, pero ¿a dónde? En un mundo donde la red
de control tecnológico se teje cada día más en cada rincón del planeta, donde
cada movimiento, cada transacción, cada pensamiento o publicación en redes
sociales de denuncia es escrutado, donde los Estados, habiéndose convertido en
entidades globalizadas, se fusionan bajo la égida de una burocracia despiadada
y de un mercado global en constante expansión, ¿dónde está el futuro?
La Unión Europea, con su supuesto sistema democrático, es
sólo una de las muchas caras de esta tecnocracia omnipresente y tiránica. Un
monstruo de mil cabezas que, bajo los falsos pretextos de la prosperidad y de
la libertad que nunca trajo, impone una sumisión tanto más eficaz cuanto que es
invisible, inmaterial y dulce. Llegó ofreciendo paz pero ha estado haciendo la
guerra al pueblo, ofreció prosperidad y cada residente está arruinado, declaró
libre movimiento pero ha impuesto más controles y vigilancia que cualquier otro
régimen autoritario anterior. Además, ningún agente de este sistema
penitenciario, ninguna mano pequeña, ningún actor de esta obra macabra está a
nuestro alcance, ningún tecnócrata es punible o arrestable, ya que todos son
parte de una cadena de funcionarios anónimos y, sin embargo, todos son
asesinos. Como el conductor del tren a Auschwitz o el guardia de las torres de
vigilancia, ellos sólo cumplen órdenes... ¡Y ninguno de ellos se siente
responsable de ese "todo", que sólo termina en muerte!
La moneda digital, que podría haber sido una simple
herramienta de conveniencia, se convierte en una trampa perfecta en sus manos.
Una herramienta de esclavitud moderna, al igual que el teléfono inteligente que
permite que este sistema exista. Ya no es el hombre quien controla su vida,
sino algoritmos sometidos a poderes financieros. El pasaporte, la llave que
antaño permitía viajar por todo el planeta, se ha convertido en una prisión digital,
una carga invisible que nos encierra en un mundo sin fronteras reales, pero
donde cada movimiento está trazado por líneas invisibles de control. Donde cada
fugitivo del sistema ya no tiene el tiempo libre de desaparecer, de esconderse
de esta gangrena, de escapar del yugo de su dictado dondequiera que esté.
Y luego huir, sí, pero ¿hacia qué? ¿Hacia cuál Eldorado?
¿Huir a otro país, a otro continente? Cada territorio, cada rincón del planeta
está hoy conectado por esta red tecnológica que une a Estados y multinacionales
en una danza macabra, en un suicidio impuesto tan moral como físico. Buscar una
libertad ilusoria sólo aplazaría el problema a otra latitud y dentro de unos
años se tejerían a nuestro alrededor las mismas cadenas invisibles, aún más fuertes
e indestructibles, forjadas por los errores del pasado. Éstos son los errores
que la gente se niega a estudiar y que está feliz de repetir con cada siglo que
pasa. Los tiranos, en cambio, no olvidan y se preparan; Ellos recuerdan y nos
encierran en sus delirios, una y otra vez.
Los países llamados “soberanos” en realidad no lo son, están
atrapados en esta red interconectada y globalizada de chantaje y corrupción.
Las soberanías nacionales no son más que una fachada decrépita, una cortina de
humo política, detrás de la cual se esconde una gobernanza supranacional cada
vez más unificada y centralizada. Gobernanza que sólo existe porque los pueblos
no logran reinventarse, no se hacen cargo de sí mismos, no son soberanos
incluso en su intimidad primaria y no proponen una gestión lógica del país
donde los individuos son los amos y los políticos los sirvientes.
Huir, pero ¿por cuánto tiempo? Porque en este mundo
globalizado, tecno-monitoreado, digitalizado y algorítmico, ya no existe escape
real. Pero a estas alturas quizá ya sea demasiado tarde para una verdadera
huida. El sistema ya está en todas partes y en cada decisión cotidiana, en cada
intercambio, en cada movimiento, nos controla, nos moldea, nos reduce a
marionetas. Y entonces, ¿huir a qué precio? ¿Negar las propias raíces, los
propios ancestros, la propia humanidad, la propia voluntad de sobrevivir?
Además, ¿A dónde podríamos ir? ¿A los confines de la Tierra,
a un desierto remoto o a una montaña perdida? Parece no ser más que una huida,
una ermita tan esclerótica como la vida anterior, un exilio temporal. Pero ¿no
es el exilio también una forma de derrota, un escape de la realidad, otro acto
de cobardía que sólo retrasa temporalmente lo inevitable? ¿Qué pasaría si,
después de la reflexión, la cuestión no fuera huir del sistema para vivir en
paz y con salud, sino vivir sin aceptar ese sistema? ¿Nos atrevemos a mirarnos
a nosotros mismos, a levantarnos en cada momento contra esta infamia, a luchar
y nunca rendirnos ante estos perros rabiosos? Porque, en última instancia, huir
en este mundo interconectado significa huir en círculo, encerrado en un
laberinto cuyas paredes están hechas de datos y algoritmos. Y sí, huir ya no es
posible, sus peones están muy avanzados y este mundo está bloqueado.
Entonces, ¿la salvación de la humanidad, así como de cada
uno de nosotros, se encuentra en la huida física o más bien en la resistencia a
la fuente, allí donde se teje y se despliega la dominación? ¿No es la verdadera
lucha de la vida aquí abajo recuperar verdaderamente el control de nuestra
propia existencia frente a este sistema omnipresente, opresivo e invisible?
Pero ¿cómo debemos reaccionar ante una sociedad que se ha vuelto cómplice de
este sistema, cuyo desenlace suicida ya conocemos? En realidad, la única salida
real posible sería la de un despertar colectivo y radical, una rebelión del
espíritu, una resistencia consciente frente a lo implacable. El mundo hoy no es
más que un gran juego de espejos, una ilusión de la que todo intento de escapar
parece tan ilusorio como la libertad prometida por el propio sistema.
Pero, en el fondo, ¿huir es realmente un acto de salvación o
una simple abdicación? Huir no es sólo escapar del horror de un país, es
también, y sobre todo, eludir la propia responsabilidad. ¿Qué decir de estos
pueblos que abandonan su tierra, que se dejan aplastar por el terror y la
codicia de quienes los dominan? No es un acto de valentía, sino una renuncia al
honor, una degradación del alma. Huir es consentir la derrota, la humillación
de un pueblo que prefiere someterse a la barbarie antes que enfrentarse a
ella.
Ciertamente, el pueblo, en su mayor parte, no tiene ni las
herramientas, ni la voluntad, ni la conciencia para levantarse contra un
enemigo al que ni siquiera comprende plenamente. Se ha convertido en una masa
anestesiada, dependiente, ciega a su propia alienación. La revuelta sólo puede
nacer de una conciencia colectiva radical, pero ¿cómo podemos despertar las
conciencias cuando la mayoría de la gente ya está sumida en el letargo de la
pasividad, confortada en su ignorancia o, peor aún, en su aceptación de este
sistema como algo inevitable? Tal vez la solución esté en crear espacios de
resistencia, no en territorios salvajes sino en nichos aún preservados de la
influencia total del sistema, comunidades resilientes que se nieguen a aceptar
este control tecnológico como inevitable. ¡Estos nichos están en todas partes,
justo donde estás ahora mismo!
Así que, si huir no es una opción, debemos luchar... ¿Es
ésta una alternativa razonable o simplemente un suicidio ideológico en un mundo
donde la lucha parece tan desigual como inútil? Porque sí, luchar sería noble
si la voluntad de rebelarse fuera compartida por todos. Pero la historia nos
muestra que en estos momentos de oscuridad, las masas permanecen escleróticas,
congeladas en su resignación, llenas de miedo, comodidad y conformismo. Los
combatientes de la resistencia nunca fueron más que un puñado. El individuo
solo, aunque sea tan audaz y decidido como un león, nunca tendrá la fuerza para
derrocar a la bestia sin la participación de todo el pueblo. ¿Y este pueblo,
demasiado ocupado alimentándose de sus ilusiones y de sus pequeños privilegios,
merece ser salvado? Aquel que conocemos nunca tendrá el coraje de levantarse,
nunca la audacia de rebelarse, nunca siquiera la idea de decir
"¡basta!". . Adoctrinados por la idea de que la milicia, tan
descerebrada como superarmada, bajo las órdenes de los tiranos como siempre,
sabría aplastar pequeñas revueltas como mosquitos.
Cuando el pueblo está podrido hasta la médula, resignado y
sumiso más allá de lo aceptable, la rebelión sólo es un grito ahogado, un
destello en un abismo sin fin. Así que tal vez debamos huir, no por cobardía,
sino por sentido del deber de preservar nuestra humanidad, lejos de la inmundicia
de un país que se ha vuelto demasiado enfermo para ser salvado. Pero no importa
cuándo, dónde o por qué escapes, este sistema, si no se controla, tarde o
temprano te alcanzará y te aplastará.
¿Pero qué haría este sistema si fuera el pueblo el que atacara
primero? ¿Qué pasaría si los cuarteles de la gendarmería ardieran por la noche,
como los coches de los funcionarios electos? ¿Qué pasaría si las comisarías o
los cantones se derrumbaran bajo los tractores y los montones de estiércol?
¿Qué pasaría si las prefecturas fueran atacadas por una masa unificada y
decidida? ¿Qué pasaría si esto ocurriera de manera simultánea, concertada y en
todo el país? ¿Qué pasaría si las torres 5G, que permiten la vigilancia y la
transmisión de datos, se quemaran al mismo tiempo que las cámaras de
vigilancia... como en Inglaterra?
Ante semejante panorama, la cuestión del combate se hace más
compleja y también más relevante. Ciertamente, una confrontación violenta y
frontal parece claramente condenada al fracaso; Una rebelión en las calles, con
la gente reunida y atrapada, sería aplastada antes de que tuviera la
oportunidad de florecer. Desde los chalecos amarillos hasta los agricultores,
todos ya han pagado el precio. Pero si un pueblo en los cuatro rincones del
país atacara los símbolos y las estructuras que dan a los tiranos su poder
ilusorio, es decir su milicia, ¿no habría posibilidad de derrocar esta
dictadura? Las formas tradicionales de lucha, ya sean armadas u organizadas en
manifestaciones masivas, son virtualmente inaplicables en un mundo donde el
arsenal de represión es tan vasto como el poder del control digital. No basta
rebelarse, gritar en la calle, llamar a la insurrección.
Hoy en día, la lucha contra los tiranos ya no se libra con
armas ni barricadas, sino con inteligencia, astucia y la capacidad de
desorientar al sistema que nos vigila y manipula. Con el deseo de saturarlo con
número y velocidad de acciones, con movimientos bruscos y descentralización
orquestada. Encender un fuego aquí, cerrar una prefectura allá, bloquear las
entradas de una comisaría con toneladas de estiércol, esperar a que los CRS
estén en maniobras para saquear los cuarteles, rodear a las gendarmerías... ¡en
todas partes, todo el tiempo! Actúa y desaparece. Frente a la guerra de los tiranos,
sólo la guerra de guerrillas del pueblo podría funcionar...
Porque luchar en un contexto así, donde la vigilancia es
omnipresente, donde los instrumentos de control son tan sofisticados como las
tecnologías que los sustentan, puede parecer una tarea insuperable para una
masa, pero muy fácil para grupos dispersos y móviles. Cámaras, drones,
teléfonos inteligentes —todos estos instrumentos de erradicación de la
privacidad— parecen reducir cualquier forma de resistencia a una ilusión. Pero
todo lo que necesita es un corte de energía para quedar obsoleto. Allí donde el
ciudadano se convierte en dato en una red global, rastreado, registrado,
categorizado, sin electricidad, ¡desaparece!
Las armas, símbolos de autodefensa y resistencia, antes
fueron arrebatadas al pueblo, confiscadas con el pretexto de la seguridad
(seguridad de los tiranos, pero no la del pueblo) mientras los delincuentes,
con total impunidad, siguen viviendo en un universo paralelo, donde la ley no
es más que una farsa. La policía, es un hecho comprobado, ya no es protectora,
sino milicia, y los magistrados, corruptos hasta la médula, ya no tienen
vocación de defender la justicia, pues el imperio del derecho no existe en una
tiranía, sino de mantener una apariencia de orden mediante la coerción abyecta
al servicio de los poderosos.
Sólo una forma de resistencia, pero también de clara
subversión, podría residir en el arte de la invisibilidad, la movilidad y el
camuflaje. En un mundo de hipervigilancia, las acciones más visibles son las
primeras en ser aplastadas, por lo que es en las sombras donde se desarrolla la
verdadera lucha. El "hacktivismo", por ejemplo, ofrece una respuesta
poderosa a estas tecnologías en última instancia frágiles. Las tecnologías que
garantizan la vigilancia también pueden volverse contra quienes las utilizan
para esclavizarnos. Imagínense si utilizáramos el control para monitorear las
cuentas bancarias de los funcionarios electos, para capturar imágenes de
vigilancia que muestren sus fechorías y publicarlas en plataformas.
Interrumpir, desestabilizar, hackear los sistemas de vigilancia, manipular
datos y utilizar armas digitales para revertir el equilibrio de poder bien
podría ser una de las formas efectivas de lucha.
Allí donde el sistema nos obliga a ser visibles, debemos
saber hacernos invisibles. Nos obligaron a usar máscaras para amordazarnos. Así
que usémoslas para camuflarnos, disfrazarnos, desaparecer de sus pantallas. La
verdadera lucha no radica sólo en el enfrentamiento físico, sino sobre todo en
la desorientación del poder. Interrumpir las comunicaciones, sembrar confusión
entre las fuerzas del orden, interceptar sus mensajes, proteger la identidad de
quienes se resisten, utilizar la tecnología contra sí misma, actuar en todas
partes a la vez y al mismo tiempo. El ciberespacio se está convirtiendo en un
campo de batalla privilegiado, un terreno donde los tiranos, a pesar de toda su
vigilancia y dominación, son en última instancia vulnerables. Si se explota un
«nodo digital», se libera una región entera. ¡Evitar reparaciones saboteando
también a las empresas que instalan estos sistemas!
Al sabotear la electricidad del centro de datos, estamos
atacando directamente el alma del sistema de vigilancia moderno. Estos centros,
verdaderos cerebros de la vigilancia global, albergan los datos que permiten
seguir a cada individuo, monitorear cada gesto, cada palabra, cada movimiento.
Sin electricidad, estas máquinas se apagan, y con ellas, toda la capacidad de
almacenamiento y procesamiento de información. Las cámaras de vigilancia, los
servidores que alimentan el armamento digital del Estado, se vuelven inútiles,
privadas de su combustible esencial. De la misma manera, al cortar las antenas
5G, esa red invisible que conecta nuestros teléfonos y nuestros objetos
conectados, estamos cegando esos ojos digitales que constantemente escudriñan
cada una de nuestras acciones. Los flujos de datos que circulan por estas redes
se interrumpen, impidiendo cualquier seguimiento en tiempo real. Finalmente,
sin los teléfonos inteligentes, esa herramienta de rastreo portátil, cada
individuo se vuelve nuevamente imposible de rastrear. Este simple objeto, que
se ha convertido en una extensión de nuestro propio cuerpo, es la clave de
nuestra sumisión. Al liberarnos de ella, recuperamos el control sobre nuestro
anonimato, recuperamos nuestra libertad de movimiento y de acción y volvemos a
ser invisibles a los ojos del sistema. Mediante estas acciones específicas y
decididas, podemos hacer que el control tecnológico sea tan frágil como un
castillo de naipes.
Además, si bien los cuerpos están vigilados, las mentes aún
no lo están del todo. El poder de las ideas es más poderoso de lo que pensamos.
Los tiranos saben que cuando controlan el pensamiento, controlan todo. Por eso
la lucha por liberar el pensamiento debe estar en el corazón de la resistencia.
Éste es el objetivo de los denunciantes, los canales alternativos y los
escritores disidentes. No se trata sólo de criticar al sistema, sino también de
proponer una alternativa, de despertar conciencias allí donde han sido
anestesiadas por décadas de comodidad, propaganda y sumisión.
La educación, la cultura, la difusión de la verdad, son
ámbitos en los que los tiranos son más vulnerables. Del mismo modo que un virus
se introduce en un sistema informático, las ideas subversivas, difundidas
discretamente, echan raíces en las mentes de los ciudadanos. La resistencia
debe encarnar esta inversión, no a través de la acción violenta, sino a través
del pensamiento, a través de la ampliación del campo de posibilidades, a través
del cuestionamiento de todo lo que parece inmutable, a través de la motivación
de los que dudan, pero también del abandono de los que siempre niegan.
La mejor forma de lucha esencial hoy es la desobediencia
civil, que florece en acciones subversivas, en la negativa a someterse, en el
coraje de decir no pero de manera no violenta. Huelgas, boicots, actos
simbólicos, destrucciones rápidas y selectivas sin víctimas y, sobre todo,
desobediencia generalizada que perturban el sistema sin proporcionarle un
pretexto para justificar su violencia. En un mundo donde las armas escasean y
la represión es violenta, cada acto de resistencia, por pacífico que sea,
altera el frágil equilibrio de poder. Cada sabotaje a la infraestructura puede
tener un impacto increíble. Al negarse a cumplir leyes injustas, al negarse a
aceptar los dictados impuestos por la tecnocracia, al cortar la energía a las
cámaras y destruir los cables de los centros de datos, la resistencia
seguramente ganará terreno. Además, resaltan el engaño del régimen, su
espejismo eléctrico, y ofrecen a quienes se resignan a él una nueva visión del
mundo, sin la comodidad del televisor, el teléfono inteligente o Internet.
En última instancia, aunque la mayoría parece apática,
dividida y poco dispuesta a luchar, una de las palancas esenciales de la lucha
reside en la unidad y la solidaridad de los disidentes. En el movimiento y
multiplicación de pequeñas acciones. No se trata de derribar todo el sistema de
una vez, sino de favorecer el surgimiento de pequeñas células de resistencia,
pequeñas comunidades que rechacen este control, que se apoyen entre sí y que
trabajen juntas, pero cada una en su sitio. El pueblo, a pesar de sus
debilidades, no es una masa homogénea. Hay individuos, colectivos, voces que,
en silencio, están preparando la revolución que puede venir y actuarán también
cuando el momento sea más oportuno.
Así, el idealismo de la rebelión se derrumba ante la
brutalidad de la realidad. La lucha por la libertad y la justicia se convierte
en una causa perdida, una lucha desesperada contra molinos de viento
apuntalados por una máquina bien engrasada y sin corazón. Todo acto de
resistencia es aplastado bajo el peso del compromiso colectivo, y todo intento
de insurrección se ahoga en un océano de traición y cobardía. Excepto aquellos
que aún tienen un ápice de conciencia, una pizca de coraje, un poco de
determinación para salvar sus vidas y las de sus hijos. Y si esta gente,
pacifistas de corazón y temerosos por costumbre, vacían por completo sus cuentas
bancarias, entonces los tiranos ya no tendrán forma de pagar a sus agentes. ¿Y
qué hace un funcionario o un policía cuando no cobra? ¡Se queda en casa!
En este contexto el Estado quiere enviarnos a la guerra en
Ucrania, ¡hagámoslo! Pero contra los tiranos, contra sus secuaces, contra este
sistema opresor que de todas formas nos quiere muertos. Luchar contra fascistas
y tiranos ya no es sólo una cuestión de fuerza bruta, sino de estrategia,
inteligencia y astucia. La lucha hoy implica desorientar el poder, romper
cadenas invisibles y crear una alternativa viable que algún día pueda hacer
frente a este imperio tecnológico. Pero, sobre todo, son la convicción, la
perseverancia y la solidaridad las que permiten que esta resistencia no se
extinga nunca. Es a través de la determinación, el coraje y la responsabilidad
de cada individuo de querer un mundo saludable que lograremos esto.
Lucha o huida, ésa era la pregunta planteada. Pero tal vez
la respuesta esté en aceptar una amarga verdad: en un mundo donde la gente se
revuelca en la indiferencia y los poderosos se deleitan con sus privilegios,
huir no será suficiente para encontrar una vida mejor; Todo lo que queda es
luchar. Esto no es agresión sino autodefensa, nacida del instinto de
supervivencia. Han hecho de nuestro mundo una jungla, dejemos de ser presas y
convirtámonos en depredadores. Ágil, rápido, disperso, perpetuo! Ciertamente,
la revolución requiere un alma colectiva, y no un puñado de héroes solitarios,
pero, como en la resistencia durante la guerra, no es el egocentrismo lo que
prevalece, sino el éxito y el disimulo, antes del regocijo. En este juego no
hay ganadores, sólo sobrevivientes.
En última instancia, sólo la lucha contra la adversidad
puede liberarnos de aquellos individuos que sólo son fuertes porque nosotros
somos débiles, porque hemos aceptado durante demasiado tiempo vivir a la sombra
de su poder ilegítimo. Su único poder reside en su milicia, este ejército de
violencia y vigilancia que los apoya, los protege y les permite imponer su tiranía.
Pero esta fuerza es frágil, no es más que un edificio de papel, un castillo de
naipes, que se derrumbará en cuanto se desoriente, en cuanto se enfrente a la
ruptura de su poder absoluto, al elemento disruptivo que sacuda el orden
artificial que impone gracias a la corrupción del dinero.
Ésta sería pues la maniobra a seguir para quien quisiera
responder finalmente a la pregunta: "Pero ¿qué hacer?". La respuesta,
como acabamos de leer, es múltiple y sin embargo lógica: desorientar,
perturbar, sembrar la confusión en las filas de esta milicia todopoderosa,
cortar los flujos financieros y de datos, las cámaras, los algoritmos que sin
electricidad son cáscaras vacías y vulnerables. ¡Su poder es sólo una ilusión!
Una ilusión mantenida por el miedo y la sumisión. Si cedemos ante el miedo, nos
aplastarán. Pero si lo enfrentamos, si nos negamos a aceptar esta dominación,
entonces, y sólo entonces, surgirá la verdadera fuerza. Porque el verdadero
poder de la humanidad, el poder que puede derrocar a un tirano, reside en la
voluntad de levantarse, en la unidad de los que resisten y en la certeza de que
quienes dominan sólo son poderosos porque les hemos dejado esta ilusión.
La fragilidad de su poder se hace evidente tan pronto como
una pequeña resistencia se organiza, tan pronto como se atreve a romper el
silencio y tomar forma a través de acciones concretas, sin fanfarrias pero con
muchas consecuencias. Es en la desorientación de su milicia donde encontraremos
la clave de la victoria. En la multiplicación de pequeñas acciones, de pequeños
sabotajes, en la distribución por todo el territorio que los inmovilizará.
Tirando a la basura los teléfonos inteligentes, destruyendo sus cámaras,
amordazando sus centros de datos, eliminando sus torres 5G, cortando la
electricidad y sus medios de comunicación y propaganda, tomando el control
solos, sin nadie, pero de manera decidida y oculta, todo es entonces posible.
El camino está ciertamente sembrado de obstáculos, pero menos que el de vivir
en su prisión, transformada en un manicomio al aire libre.
Sí, hará falta audacia, determinación y perseverancia, pero
sobre todo, después de reflexionar, no hay otro camino hacia la libertad. Cada
uno tiene sus propias armas, cada uno tiene sus propias habilidades, pero es
hora de luchar, sabiendo muy bien que no somos nosotros quienes hicimos esta
lucha inevitable...
¡Es su odio a la vida!
Phil BROQ.
https://jevousauraisprevenu.blogspot.com/2025/04/fuir-ou-combattre.html
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