EL FIN DEL LINAJE HUMANO
La extinción de la humanidad está garantizada, se haga lo que se haga. No hará falta ninguna guerra, ningún cataclismo ni una pandemia. Bastará con el progreso. El progreso —esa religión laica que ha sustituido a Dios por el bienestar— se ha revelado como el enemigo más eficaz de la reproducción.
Cada avance técnico, cada mejora material, cada comodidad conquistada reduce el impulso biológico de perpetuar la especie. Cuanto más cómoda la vida, más vacías las cunas. Malthus creyó que la humanidad moriría de hambre. Se equivocó: morirá de confort. El exceso, no la carencia, será su ruina.
Donde hay bienestar, cae la natalidad. Donde hay confort, desaparece el deseo de continuidad. El progreso ofrece seguridad, higiene, educación, placer, y en esa abundancia se ahoga la necesidad de descendencia.
Las sociedades agrícolas necesitaban hijos; las industriales los toleraban; las postindustriales los evitan. Tener descendencia es una forma de aceptar la muerte: es delegar la vida en el futuro.Pero las sociedades que creen haber
vencido a la muerte pierden el sentido de esa sustitución. El bienestar anula
el instinto de continuidad porque convierte el presente en un absoluto. Cuando
todo se puede consumir, no hay razón para perpetuarse. La especie humana
no morirá de hambre ni por guerras, sino de confort.
El único espacio donde la natalidad resiste es el religioso,
y en particular el islam constituye el modelo más claro de esa supervivencia
biológica. No por fe, sino por estructura. El creyente pobre, disciplinado,
sometido a la jerarquía familiar y al mandato divino, procrea. El secular,
autónomo y próspero, no. El islam no es el problema ni la solución, sino un
espejo. Refleja la ecuación entre malestar y natalidad: donde la vida es dura,
los hijos son riqueza; donde es fácil, los hijos son carga. En Gaza, en Yemen o
en Níger el niño sigue siendo la seguridad del futuro; en Marsella o en
Bruselas, entre musulmanes integrados, ya no. La fe no resiste el bienestar: se
disuelve con él. El malestar es fértil. El confort, estéril.
El hinduismo, en sus formas tradicionales, muestra el mismo
patrón: donde hay jerarquía, austeridad y precariedad, hay hijos. En cuanto
llega el confort, la curva desciende. La religiosidad solo conserva su poder
biológico mientras la pobreza la sostiene. El bienestar, al reducir el
sufrimiento, destruye la necesidad del hijo. Ningún dios puede competir con la
calefacción central.
Los gobiernos occidentales observan con alarma la caída de
la natalidad y pretenden corregirla con subsidios, permisos y campañas
sentimentales. Es inútil. No se trata de dinero, sino de sentido. La decisión
de tener hijos no nace de un cálculo, sino de una convicción íntima de
continuidad y trascendencia. Cuando el Estado sustituye la fe, la tribu y la
familia por la comodidad, el resultado es aritmético: menos hijos, más
longevidad, una pirámide demográfica invertida imposible de enderezar. El
problema no es económico, sino metafísico. El bienestar destruye el
fundamento de la reproducción: el sacrificio. Y ninguna sociedad puede
sobrevivir si renuncia al sacrificio.
Se nos dice que el descenso de la natalidad es un signo de
madurez, de civilización. En realidad, es el principio de la extinción. La
especie que deja de procrear porque ha aprendido a vivir bien firma su
sentencia con una sonrisa. El progreso promete libertad, pero ofrece
esterilidad. Sustituye la descendencia por mascotas, el linaje por carrera
profesional, el hogar por ocio. Y cuando advierte el vacío, ya no puede
llenarlo, porque el impulso reproductor no se reactiva por decreto ni por
nostalgia. El progreso es la semilla de la extinción, no por catástrofe, sino
por éxito.
Algunos confían en la inmigración como remedio, en que los
pueblos jóvenes sustituyan a los viejos. Es una ilusión pasajera. Los recién
llegados, una vez instalados en el bienestar, reproducen la misma curva
descendente. En dos generaciones su natalidad converge con la del país
receptor. El bienestar no se contagia: se hereda, y con él, la esterilidad.
Todo pueblo que mejora su calidad de vida reduce su natalidad. El
bienestar globalizado implica, por tanto, la extinción globalizada.
Durante siglos se temió la superpoblación. Hoy el problema
es el contrario: el vacío. Las ciudades envejecen, los campos se apagan, las
escuelas se vacían. La humanidad no muere de hambre, sino de saciedad. Malthus
se equivocó de signo: la especie no perecerá por falta de recursos, sino por su
exceso. El hombre, al conquistar el mundo, ha perdido su razón biológica
para habitarlo. La extinción no será una tragedia, sino una consecuencia
lógica. El bienestar es el suicidio lento de la especie.
El Sextante
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