10.11.25

La especie humana no morirá de hambre ni por guerras, sino de confort

EL FIN DEL LINAJE HUMANO              

La extinción de la humanidad está garantizada, se haga lo que se haga. No hará falta ninguna guerra, ningún cataclismo ni una pandemia. Bastará con el progreso. El progreso —esa religión laica que ha sustituido a Dios por el bienestar— se ha revelado como el enemigo más eficaz de la reproducción. 

Cada avance técnico, cada mejora material, cada comodidad conquistada reduce el impulso biológico de perpetuar la especie. Cuanto más cómoda la vida, más vacías las cunas. Malthus creyó que la humanidad moriría de hambre. Se equivocó: morirá de confort. El exceso, no la carencia, será su ruina.

Donde hay bienestar, cae la natalidad. Donde hay confort, desaparece el deseo de continuidad. El progreso ofrece seguridad, higiene, educación, placer, y en esa abundancia se ahoga la necesidad de descendencia.

Las sociedades agrícolas necesitaban hijos; las industriales los toleraban; las postindustriales los evitan. Tener descendencia es una forma de aceptar la muerte: es delegar la vida en el futuro. 

Pero las sociedades que creen haber vencido a la muerte pierden el sentido de esa sustitución. El bienestar anula el instinto de continuidad porque convierte el presente en un absoluto. Cuando todo se puede consumir, no hay razón para perpetuarse. La especie humana no morirá de hambre ni por guerras, sino de confort.

El único espacio donde la natalidad resiste es el religioso, y en particular el islam constituye el modelo más claro de esa supervivencia biológica. No por fe, sino por estructura. El creyente pobre, disciplinado, sometido a la jerarquía familiar y al mandato divino, procrea. El secular, autónomo y próspero, no. El islam no es el problema ni la solución, sino un espejo. Refleja la ecuación entre malestar y natalidad: donde la vida es dura, los hijos son riqueza; donde es fácil, los hijos son carga. En Gaza, en Yemen o en Níger el niño sigue siendo la seguridad del futuro; en Marsella o en Bruselas, entre musulmanes integrados, ya no. La fe no resiste el bienestar: se disuelve con él. El malestar es fértil. El confort, estéril.

El hinduismo, en sus formas tradicionales, muestra el mismo patrón: donde hay jerarquía, austeridad y precariedad, hay hijos. En cuanto llega el confort, la curva desciende. La religiosidad solo conserva su poder biológico mientras la pobreza la sostiene. El bienestar, al reducir el sufrimiento, destruye la necesidad del hijo. Ningún dios puede competir con la calefacción central.

Los gobiernos occidentales observan con alarma la caída de la natalidad y pretenden corregirla con subsidios, permisos y campañas sentimentales. Es inútil. No se trata de dinero, sino de sentido. La decisión de tener hijos no nace de un cálculo, sino de una convicción íntima de continuidad y trascendencia. Cuando el Estado sustituye la fe, la tribu y la familia por la comodidad, el resultado es aritmético: menos hijos, más longevidad, una pirámide demográfica invertida imposible de enderezar. El problema no es económico, sino metafísico. El bienestar destruye el fundamento de la reproducción: el sacrificio. Y ninguna sociedad puede sobrevivir si renuncia al sacrificio.

Se nos dice que el descenso de la natalidad es un signo de madurez, de civilización. En realidad, es el principio de la extinción. La especie que deja de procrear porque ha aprendido a vivir bien firma su sentencia con una sonrisa. El progreso promete libertad, pero ofrece esterilidad. Sustituye la descendencia por mascotas, el linaje por carrera profesional, el hogar por ocio. Y cuando advierte el vacío, ya no puede llenarlo, porque el impulso reproductor no se reactiva por decreto ni por nostalgia. El progreso es la semilla de la extinción, no por catástrofe, sino por éxito.

Algunos confían en la inmigración como remedio, en que los pueblos jóvenes sustituyan a los viejos. Es una ilusión pasajera. Los recién llegados, una vez instalados en el bienestar, reproducen la misma curva descendente. En dos generaciones su natalidad converge con la del país receptor. El bienestar no se contagia: se hereda, y con él, la esterilidad. Todo pueblo que mejora su calidad de vida reduce su natalidad. El bienestar globalizado implica, por tanto, la extinción globalizada.

Durante siglos se temió la superpoblación. Hoy el problema es el contrario: el vacío. Las ciudades envejecen, los campos se apagan, las escuelas se vacían. La humanidad no muere de hambre, sino de saciedad. Malthus se equivocó de signo: la especie no perecerá por falta de recursos, sino por su exceso. El hombre, al conquistar el mundo, ha perdido su razón biológica para habitarlo. La extinción no será una tragedia, sino una consecuencia lógica. El bienestar es el suicidio lento de la especie.

El Sextante

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