SOBRE EL BIEN COMÚN
Decía Peter Kreeft que una sociedad buena es aquella en la
que es fácil ser bueno. En este sentido, ¿es buena nuestra sociedad? Y ¿de qué
depende su bondad? El concepto esencial para responder a esta pregunta es el
bien común, un concepto tan relevante que explica en gran medida el destino de
las sociedades, el bienestar y felicidad (siempre relativa) de sus ciudadanos y
su desarrollo material, intelectual, emocional y espiritual. Por lo tanto, el
bien común tiene una importancia trascendental, a pesar de lo cual es raro que
se mencione y aún más raro que se comprenda.
Definamos el bien común
Utilizando la vía negativa, conviene aclarar en primer lugar lo que el bien común no es. El bien común no es la suma de los bienes de los miembros de una sociedad, ni se refiere a los bienes de titularidad pública, a la existencia de servicios públicos o a algún tipo de colectivismo o redistribución de la riqueza.
Esto no quiere decir que el bien común no trate estas cuestiones materiales y económicas, sino que alcanza un significado humano mucho más amplio y profundo. El bien común tampoco es un juego de suma cero ni se opone al bien privado; no es excluible, sino que beneficia a todos.¿Qué es entonces? Su definición más precisa es la siguiente:
El bien común es el conjunto de condiciones sociales que permiten a los
ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección. En otras
palabras, el bien común hace referencia a la creación y mantenimiento de un marco
institucional, político, social, jurídico y económico y, ante todo, de un êthos o
moral compartida que facilite la consecución de una plenitud de vida, de una
realización trascendente y holística de cada individuo y, en consecuencia, del
logro parcial de la felicidad que todos anhelamos.
El bien común crea un marco de actuación y un caldo de cultivo, pero no ofrece un resultado predeterminado. Se trata de una condición necesaria, pero no suficiente. Hace posible que las personas puedan florecer, pero no lo garantiza, pues todo dependerá siempre del más elevado atributo del ser humano: su libertad.
Como dijo el Sabio hace 2.200 años: «Al principio Dios
creó al hombre y lo dejó en poder de su libre albedrío. Él ha puesto delante
fuego y agua: extiende tu mano a lo que quieras. Ante los hombres está la vida
y la muerte, y a cada uno se le dará lo que prefiera». En otras palabras, el
bien común es la tierra buena que permite germinar al hombre, pero, en última
instancia, éste, como sujeto autónomo de decisión moral, «dueño de su destino y
capitán de su alma», será siempre el responsable último de dar fruto. En el ser
humano, libertad, responsabilidad y dignidad son inseparables.
De todo ello se desprende que el concepto de bien común se
aleja de cualquier idea de igualitarismo, pues el desarrollo pleno de cada
individuo es siempre relativo y su fruto dependerá de sus capacidades
intelectuales, morales y emocionales, que varían de individuo en individuo y
dan resultados diferentes que son justos precisamente por ser diferentes.
La defensa de la vida y de la familia
El primer elemento del bien común es el respeto a los
derechos y libertades fundamentales del individuo, comenzando por el derecho a
la vida desde la concepción a la muerte natural. El bien común exige, por
tanto, una cultura que ensalce y defienda la vida a toda costa, una sociedad en
la que prevalezca el respeto absoluto a la vida como un don que no depende de
la voluntad y del deseo de nadie. En este sentido, la triste y gris Cultura de
la Muerte que ha impregnado nuestras sociedades, que no sólo normaliza el
horror del aborto y la eutanasia, sino que los identifica con el progreso, no
indica civilización sino barbarie, y retrata una sociedad enferma y grotesca,
pues nada hay más ridículo que creerse lo contrario de lo que uno es.
El bien común exige la defensa de la familia como pilar
básico de la sociedad de modo que el niño tenga la posibilidad de crecer en un
ambiente familiar estable con su padre (cromosoma XY) y su madre (cromosoma
XX). Es, por tanto, contrario al bien común fomentar el divorcio como hace en
España la ley del divorcio exprés (PSOE-PP), que eliminó prácticas dilatorias
que proporcionaban al matrimonio tiempo para discernir la decisión que estaba a
punto de tomar. Una política favorable al bien común sería la opuesta: ayudar a
los matrimonios a evitar, en la medida de lo humanamente posible, un paso que
no tiene vuelta atrás. También es contrario al bien común (y a la verdad) el
silenciamiento cultural ―por ejemplo, cinematográfico― del sufrimiento que
supone para la mayor parte de sus protagonistas, en especial para los hijos.
La defensa de la libertad
Otro componente imprescindible del bien común es el respeto
a la libertad individual. La libertad es el oxígeno del alma, sin el cual ésta
se marchita. En este sentido, resulta inquietante la paulatina represión de
libertades personales que hemos sufrido en las últimas décadas en esta Europa
secuestrada por una UE crecientemente oscura.
El caso de España desde 1975 es especialmente paradójico.
Nadie imaginó que el precio de obtener una muy restringida libertad política,
basada en poco más que un ritual de voto bastante inútil realizado un día cada
cuatro años, era perder enormes grados de libertad personal, robada por la
opresión burocrática y el magno latrocinio impositivo de ese Estado semi
totalitario llamado Estado de Bienestar. Así, el español medio paga hoy el
doble de impuestos que pagaba en 1974 y encima soporta un número de prohibiciones
y una exigencia cotidiana de permisos administrativos muy superior al de hace
medio siglo. Hemos pasado de una dictadura a otra, mucho más hipócrita.
¿Y qué decir de la libertad de pensamiento y de expresión,
perseguidas en plena «democracia» por la tiranía de la corrección política y la
censura más impudorosa? ¿Y qué decir de la libertad religiosa, especialmente
del cristianismo, perseguido e injuriado por bufones que jamás se atreverían a
hacer lo mismo con otras religiones?
El progreso económico como bien común
El bien común también exige un sistema económico que fomente
la creación de riqueza. Afortunadamente, no hay que inventarlo, por ser bien
conocido: la economía de mercado, enmarcada en un entorno de seguridad
jurídica, con un Estado pequeño y, sobre todo, desde el respeto a la propiedad
privada, condición sine qua non para el progreso económico y
«principio fundamental que ha de considerarse inviolable».
El estatismo, la inseguridad jurídica y los impuestos son
enemigos de la propiedad privada. Así, resulta axiomático que una sociedad sin
seguridad jurídica y con impuestos altos típicos de nuestros Estados-vampiro, o
en la que los okupas gozan de mayores derechos que los legítimos dueños de las
viviendas, será más pobre, inestable e injusta que una sociedad con seguridad
jurídica, impuestos bajos y clara protección del derecho a la propiedad.
Dicho eso, un sistema adecuado es una condición necesaria
pero no suficiente para el progreso económico, que siempre dependerá en última
instancia de la actuación del individuo. Ningún sistema o estructura social
puede resolver el problema de la pobreza como por arte de magia sin una
«constelación de virtudes: laboriosidad, competencia, orden, honestidad,
iniciativa, frugalidad, ahorro, espíritu de servicio; cumplimiento de la
palabra empeñada, audacia; en suma, amor al trabajo bien hecho».
Del mismo modo, una sociedad en la que las normas se
multiplican como células cancerosas y pueden ser interpretadas arbitrariamente,
una sociedad en la que se aprueban constantemente leyes inicuas y siempre
cambiantes, fruto del capricho de una mayoría que sólo busca perpetuarse en el
poder, es contraria al bien común. En el mismo sentido, una sociedad en la que
los máximos órganos jurisdiccionales están politizados y caen en la más abyecta
prevaricación no puede ser una sociedad buena, al contrario que una sociedad
regida por leyes justas basadas en principios inmutables, en normas
consuetudinarias, en la Ley Natural y en el sentido común, y con una Justicia
independiente.
El bien común exige que aquellos que se vean imposibilitados
para salir adelante por sus propios medios sean cuidados por la comunidad y no
abandonados a su suerte, pues una sociedad que no protege a sus miembros más
débiles no puede denominarse buena. Sin embargo, cuidar de esa pequeña minoría
que no puede cuidarse a sí misma nada tiene que ver con la trampa del Estado de
Bienestar, cuyo férreo manto «protector» (una prisión encubierta) cubre
innecesariamente a toda la población con el único objetivo de controlarla, es
decir, como coartada para lograr un Estado de Servidumbre. Como pudimos
comprobar con la DANA de Valencia, la comunidad puede voluntaria y
espontáneamente cuidar de sus miembros con mucha mayor agilidad y eficacia que
un Estado anquilosado controlado por intereses mezquinos.
Pero lo más perverso del Estado de Bienestar es que hace
creer al común de los ciudadanos que nunca podrá valerse por sí mismo, sino que
siempre necesitará al Estado, una creencia falsa y denigratoria que se opone
frontalmente tanto al bien común como al principio de subsidiariedad que debe
regir toda sociedad.
El respeto a la verdad y a la palabra dada
Como nos recuerda Thomas Woods, «todos los países que han
sido económicamente exitosos poseían derechos de propiedad robustos y una clara
exigencia de cumplimiento de los derechos contractuales». Diciendo lo mismo con
otras palabras, Richard Maybury basa el éxito de una sociedad en dos
principios: no violes los derechos y propiedades de los demás y cumple lo que
has acordado.
El bien común, por tanto, también exige cumplir las
promesas, los contratos y, en definitiva, la palabra dada, partiendo de las
promesas personales. Una sociedad que respeta un apretón de manos y no requiere
la firma de un complejo contrato para cada pequeña acción es una sociedad buena
y eficiente, pues sin un mínimo de confianza toda sociedad se convierte en
inoperativa: a veces el comprador paga por adelantado y otras el proveedor
entrega su producto sin haber cobrado, y en ambos casos subyace una confianza
en que la otra parte cumplirá lo debido, la misma que tiene el prestamista en
el prestatario.
En la política también resulta clave poder confiar en las
promesas electorales a cambio de las cuales el ciudadano entrega su voto, esto
es, su soberanía política. Resulta obvio que en nuestras pervertidas
democracias esto es una quimera, lo que debilita enormemente el bien común.
Asimismo, el bien común exigiría que los medios de
comunicación tuvieran cierto apego a la verdad, pero desgraciadamente éstos
están hoy entregados a la propaganda, a la defensa de intereses espurios y a la
mentira.
Respetar la palabra dada es respetar la verdad, pero ¿qué
lugar reservamos para la verdad en nuestra sociedad de hoy? La pregunta no es
si se miente más o menos que antes, sino si la mentira está socialmente
estigmatizada o normalizada. Éste no es un tema baladí, pues de la
institucionalización de la mentira surge un cinismo crónico que es como un
veneno de efecto lento que va pudriendo la sociedad por dentro.
La exigencia de la paz
En último término, el bien común exige que haya paz,
entendida no sólo como ausencia de enfrentamiento bélico, sino en sentido
amplio. La paz exige que el debate político esté acotado en fondo y forma
dentro de un marco de convivencia y de unas reglas respetadas por todos. En
este sentido, el bien común exige la existencia de un diálogo tolerante y
respetuoso desde el respeto a la verdad, pues la verdad siempre tiene prioridad
sobre el consenso.
En este aspecto es posible que nos encontremos ante un problema
sistémico. En efecto, la democracia deriva por su propia naturaleza en la
polarización social, pues los políticos excitan las pasiones de los votantes,
incitando al miedo al adversario y arrastrando a la ciudadanía a un ambiente de
intolerancia e ira crecientes.
Pero la paz incluye también la paz en los hogares,
obstaculizada por la permanente lucha de sexos en la que hoy nos han sumergido.
Este fenómeno, introducido por la agenda globalista como destructor de familias
y sustituto de la lucha de clases, ha permeado peligrosamente en gran parte de
la sociedad y es uno de los grandes enemigos de la paz familiar y, por tanto,
del bien común.
Finalmente, la paz requiere de un esfuerzo por alcanzar la
paz interior, tantas veces esquiva, pero aún más difícil de lograr en una
sociedad relativista, hedonista y nihilista que vive de espaldas a la realidad
última de esa criatura llamada hombre; una sociedad sin Dios y sin rumbo, pues
carece de la brújula del bien y del mal, desesperanzada y triste, a pesar de sus
falsas apariencias, una sociedad, en fin, que, engañada por quienes sólo desean
dominarla, escarba en la basura creyendo que allí encontrará los manjares que
la dejarán ahíta.
Querido lector: el bien común se apoya en el derecho y la
libertad, en el orden y la justicia, en la familia y la propiedad privada, en
la verdad y la paz. No creo que la sociedad española reúna hoy estas
condiciones, pero si queremos mejorarla, éste es el camino, y no otro.
Fernando del Pino Calvo-Sotelo
No hay comentarios:
Publicar un comentario