CONFIAR EN EL PLAN
Su naturaleza es bastante diferente de lo que se pueda
pensar.
Hay una contradicción inherente que se cierne sobre las grandes teorías acerca
de dónde nos situamos en el esquema de la historia, y lo que deberíamos hacer
al respecto. Ya se trate de la evolución darwiniana, de los ciclos de
sobreproducción de las élites, de los «giros» de Strauss-Howe o de las almas y
destinos civilizatorios spenglerianos, esta contradicción se presenta en el
siguiente motivo popular: «existe este desarrollo histórico natural debido a
alguna ley oculta, que nos condena a todos a un determinado resultado.
Sin
embargo, al tomar conciencia de ella, podemos trabajar contra ella y cambiar
nuestro destino». Últimamente, por ejemplo, Bret Weinstein ha sido un firme
defensor de tal teoría, en su caso refiriéndose a la inadaptación darwiniana al
mundo moderno y a cómo debemos contrarrestarla.
Postular la existencia de algún tipo de ley natural que guíe el destino humano,
y luego aconsejarnos que incumplamos esa ley, nos plantea un problema evidente.
O bien podemos escapar de ella mediante un acto de voluntad - pero si
podemos hacerlo ahora, también podrían haberlo hecho varias personas en el
pasado en diferentes coyunturas históricas, lo que plantea la cuestión de hasta
qué punto es realmente una ley, o por qué la gente en el pasado debería haber
tenido menos libre albedrío que nosotros.
Tomemos la idea de que estamos mal adaptados a la vida moderna debido a
programas darwinianos que surgieron en un contexto muy diferente, y que ahora
nos están fastidiando las cosas a los modernos, que nos enfrentamos a un entorno
tan radicalmente distinto del pasado. Todo esto está muy bien, hasta que dices
«pero bueno, simplemente actúa contra esos programas».
O bien el proceso darwiniano de selección natural funciona
como se anuncia y simplemente no hay escapatoria - nos adaptaremos de forma
natural, o seremos seleccionados fuera del juego, la evolución continuando su
curso a pesar de todo como la fuerza ciega que es. O bien, tenemos una elección
consciente, pero entonces también la tuvieron las personas en el pasado: no fue
un proceso natural de selección después de todo, sino personas que
constantemente tomaban decisiones para interactuar conscientemente con las
circunstancias cambiantes. Pero esto significa que no hay razón para que no
estemos adaptados a nuestro entorno moderno también, ya que presumiblemente la
gente se ha ido adaptando conscientemente a lo largo de nuestro camino
colectivo hacia la modernidad.
La adaptación consciente significa que no necesitamos
grandes escalas temporales, y que nuestra constitución biopsicológica es el
resultado de un proceso mucho más flexible, lo que contradice la idea de que
podríamos estar «mal adaptados». En otras palabras, si podemos romper el
darwinismo en cualquier momento, ¿qué sobrevive entonces del darwinismo? Es el
mismo dilema al que se enfrentan los eugenistas desde la otra dirección: o
Darwin se encarga de ello, o fracasa, requiriendo nuestra «corrección», pero
entonces no es Darwin.
Del mismo modo, si los ciclos de sobreproducción de las élites conducen a
ciertos resultados como el día sigue a la noche, entonces no podemos romperlos;
pero si podemos, entonces también podían hacerlo las personas en el pasado.
Pero si esto es así, o bien esas personas no se habían dado cuenta todavía de
su predicamento (pero nosotros, los modernos ilustrados, sí lo hemos hecho y,
por tanto, podemos hacer algo al respecto), o bien hay algo mal en la teoría.
Por eso, quienes plantean estos casos postulan implícita (o
explícitamente) una diferencia fundamental entre nosotros y la gente del pasado:
una vez que reconocemos la teoría, podemos cambiar nuestro destino. Pero, de
nuevo, si podemos romper la teoría, ¿hasta qué punto es cierta la teoría, en
realidad? O ciertos factores conducen a un determinado resultado, o no.
Más ampliamente, hay un problema derivado de pensar científicamente sobre la
condición humana, una condición que es inaccesible a nuestro concepto moderno
de ciencia, que después de todo se había modelado sobre la física y lo que
llegó a considerarse «materia muerta». Spengler, al menos, fue lo bastante
coherente como para eludir esta trampa al precio de convertirse en el doomer
arquetípico: no puedes escapar al destino de tu civilización, dice; lo único a
lo que puedes aspirar es a disfrutar de la puesta de sol y sacar lo mejor de ella.
A diferencia de otros, no nos vendió una gran teoría sobre el desarrollo
natural de las civilizaciones, por un lado, y una deshonesta Píldora Blanca que
rompe mágicamente tales procesos naturales, por el otro.
No me malinterpreten: entiendo lo que la gente quiere decir cuando habla de
ciclos de los que tenemos que salir conscientemente, o de la inadaptación
biológica al mundo moderno. Estos pensamientos no son del todo erróneos o
inútiles. Pero reconocer la tensión lógica de estas ideas es necesario, aunque
sólo sea porque puede ser productivo, como puede serlo todo reconocimiento de
tensiones. Ésta en particular puede abrirnos los ojos al papel fundamental de
la conciencia cuando se trata de ciclos históricos.
Nuestra experiencia de la era científica nos ha condicionado a no pensar en
ello de ese modo, pero quizá las «leyes» que conducen a los ciclos
civilizatorios, los callejones sin salida, las inadaptaciones y demás no sean
leyes naturales de ahí fuera, sino más bien principios de la conciencia: cualidades del plano
del pensamiento, el paisaje del mundo invisible al que los humanos tenemos
un acceso único. Esto estaría más en consonancia con un enfoque hegeliano: en
la medida en que existe un destino, una teleología, un patrón en la historia
que apunta hacia el futuro, no es algo «natural» tal y como solemos pensarlo,
sino algo del mundo del Geist (espíritu). En la medida en que
esas pautas existen, son propiedades de la conciencia: desempeñan su
papel en la formación y modulación de nuestra experiencia en cualquier momento
dado del ciclo.
Es cierto que existen pautas de desarrollo, pero si se las encuentra en el
plano de la conciencia y no en el «mundo natural», entonces podrían ser muy
diferentes de las pautas que vemos en la naturaleza. No es que sean totalmente
independientes entre sí, como podrían creer algunas personas de mentalidad
demasiado espiritual; es sólo que el mundo de la naturaleza y el mundo de la
conciencia (o Geist) no están en una relación de causa y efecto, o
de que uno sea reducible al otro, sino de analogía. De ahí que el planteamiento
de Spengler de comparar las civilizaciones con los organismos tenga un sentido intuitivo, aunque se
trate de cosas totalmente distintas.
La naturaleza cíclica de los procesos naturales es congruente con la naturaleza
cíclica de nuestras experiencias internas: la alegría y la depresión, la
energía alta y baja, la creatividad y la pasividad, el sillón filosófico y el
trabajo práctico... éstos también vienen en temporadas. Del mismo modo, la
belleza de la naturaleza no es sólo un producto de nuestra imaginación derivado
de algún beneficio soñado en el pasado remoto para maximizar la forma física;
es el equivalente del amor divino que nosotros también podemos manifestar en
nuestra conciencia y nuestras acciones. Y los feos parásitos no son sólo el
resultado de una estrategia evolutiva tan buena como cualquier otra, sino
metáforas del mal que también tiene lugar en el plano humano -y en los planos
superiores-, adoptando allí formas diferentes que, en última instancia, se
basan en el mismo tipo de energía.
Volviendo a nuestro enigma inicial: si existen patrones, teleologías, «leyes»
si se quiere, en el reino de la conciencia, que son esencialmente diferentes de
lo que la ciencia arroja para el reino de la naturaleza, ¿cuáles son? ¿Y cómo
se relacionan con nuestra capacidad de sobrescribirlas, es decir, con nuestro
libre albedrío a la hora de enfrentarnos a ellas?
Oswald Spengler estuvo cerca cuando escribió sobre el
destino:
«La idea del destino
tiene sus raíces en la experiencia vital, no en la experiencia científica; en
la fuerza de la imaginación penetrante, no en el cálculo; en la profundidad, no
en el intelecto.
Destino es la palabra para una certeza interior que no puede describirse con
palabras».
En su visión, existe una relación entre el destino y la
vida, y entre la causalidad y la muerte.
Aunque este tipo de concepto holístico del destino me parece la forma correcta
de ver los patrones históricos, ya que enfatiza la empatía profunda e imaginativa
frente a las leyes cuantificables, sigue tratando la historia como algo «ahí
fuera» que puede estudiarse como estudiaríamos a los animales en un terrario.
Spengler da el salto conceptual de la física muerta a la vida cuando se trata
de la historia, pero lo que falta
en esta imagen es el elemento de diálogo entre nuestra propia conciencia y la
conciencia que nos imponen los patrones históricos.
Si los patrones históricos actúan imponiéndose en nuestra conciencia,
influyendo en nuestra toma de conciencia y en nuestra forma de ver el mundo,
estamos hablando aquí de mente que afecta a mente. Sabemos que
las interacciones entre las mentes son bidireccionales: no se puede convencer a
alguien de algo sin diálogo y sin que la otra persona acepte voluntariamente el
cambio. Incluso en casos de manipulación burda, hay un elemento de
consentimiento y, por supuesto, siempre sería posible ver a través de la
manipulación y, por tanto, detenerla. Esto significa que, en nuestra relación
con los patrones históricos, desempeñamos un papel activo: inevitablemente,
intentarán cambiarnos a nosotros y a la sociedad a medida que avancemos en los
ciclos. Pero estos patrones pueden adaptarse en función de nuestra reacción, y
disponemos de la posibilidad de elegir cómo interactuamos con ellos, cómo los
integramos y encontramos el papel adecuado que podemos desempeñar cuando nos
enfrentamos a estas fuerzas.
En otras palabras, nuestra relación con los ciclos
históricos no es como la de los planetas regidos por leyes físicas; es más bien
como un diálogo con una mente inteligente que trabaja bajo ciertas
restricciones, tratando de efectuar determinados cambios. Dicho de otro modo,
la historia en su totalidad es una corriente descendente
de la mente, y los patrones discernibles que se desarrollan son
características de la propia mente tal y como aparecen desde nuestra
perspectiva. Y puesto que nosotros mismos formamos parte de la mente, la forma
en que percibimos y pensamos las cosas le importa a ella, como nos importa a
nosotros cómo funciona esta mente.
¿Qué significa todo esto para nosotros? Significa que el cambio llegará, de
hecho ya ha llegado, y que no hay nada que podamos hacer al respecto. En ese
sentido, los ciclos y patrones históricos son deterministas. Sin embargo, también significa que la forma
en que este cambio se producirá para nosotros, individual y colectivamente, es
extremadamente variable y está sujeta a nuestra propia conciencia. Si
el objetivo de la mente como tal es efectuar un determinado cambio, no le
importa demasiado cómo se logre.
Lo ideal sería que nos quitáramos de en medio y dejáramos
que nuestra perspectiva cambie de forma natural cuando las cosas empiecen a
cambiar, aunque ese cambio implique necesariamente el caos. Sin embargo, viendo
el estado del mundo, lo más probable es que muchos de nosotros necesitemos
sufrir mucho más para quemar todas esas falsedades y callejones sin salida que
se ciernen sobre nuestra psique, impidiéndonos cambiar y tomar el camino.
Nadie sabe si este sufrimiento vendrá en forma de colapso
económico, guerra civil, el impacto de un cometa contra la Tierra, una
repentina edad de hielo, una pandemia real o una combinación de todo ello. O
quizá nada de lo anterior: hay que tener en cuenta que un cambio drástico de
una civilización, aunque inevitablemente cause el caos, no significa
necesariamente su fin físico. De hecho, el caos podría limitarse a un caos
mental frente a un caos material, o a una combinación de ambos. Mucho
depende de nosotros, concretamente de cómo interactuemos con las energías
cambiantes y las revelaciones del punto de inflexión actual.
La idea de que los ciclos históricos son similares a la
mente, que afectan a la mente y que responden a la mente significa que los
humanos no sólo podemos elegir cómo responder a esas fuerzas, sino que nuestra
propia respuesta puede influir en ellas y cambiarlas. Aunque quizá no escapemos
al punto de inflexión, podemos influir en sus efectos sobre el mundo material
y, de hecho, en la naturaleza del propio patrón.
La buena noticia es que, si es así como funcionan los patrones y ciclos
históricos, sí tenemos formas de influir en cómo se desarrollará esta vez. Lo
que significa que, aunque debamos aceptar el cambio en sí, no tenemos por qué
esconder la cabeza bajo el ala: podemos adelantarnos al cambio para necesitar
menos «convencimiento» por parte de esa mente molesta. Y en caso de que siga
existiendo tal programa de persuasión, podemos verlo como lo que es: un paso
necesario, una oportunidad, una invitación. Es más, podríamos esperar que
individualmente, o a nivel de grupos que consiguen adelantarse a la curva,
podamos evadir lo peor de ello simplemente permitiendo que nuestra conciencia
se adapte al paisaje cambiante de la conciencia más amplia.
Hay que tener en cuenta que esto no tiene por qué ser un
asunto pasivo: lo que esta adaptación significa puede variar mucho de un
individuo a otro, porque, de nuevo, se trata de un cambio en la perspectiva
general y la conciencia, no de un cambio físico efectuado por una ley, y esta
nueva perspectiva puede conducir a diferentes decisiones dependiendo de las
situaciones individuales. Es pasivo sólo en el sentido de aceptar el cambio, y
el destino del que hablaba Spengler: esa certeza interior que no puede
expresarse con palabras.
¿Cuál es, entonces, el verdadero significado de «Confiar en el Plan »? Desde luego, no anticipar resultados
concretos. Eso nunca funciona y, de hecho, puede hacer que esos resultados sean
más improbables. Desde
luego, no esperar que un salvador haga todo el trabajo. Ni
fantasear con un futuro perfecto. Se trata más bien de reconocer que se están
produciendo cambios fundamentales y necesarios a medida que la historia se
reequilibra, a medida que surgen nuevos modelos de la mente, que afectan a
nuestras mentes: un proceso que puede manifestarse como caos y desorden dentro
y fuera, o como una experiencia elevadora que nos enseña formas totalmente
nuevas de ver el mundo. Si aceptamos el reto, puede que evitemos los peores
aspectos materiales del cambio.
El apocalipsis también es fundamentalmente una cuestión de mentalidad. Es el
gran maestro, que intenta llamar nuestra atención, insinuando posibilidades más
elevadas. Nos pesa hasta que aprendemos a ser decisivos en nuestra atención,
lanzando la red más amplia de discernimiento de información sutil que podamos
manejar. Las viejas herramientas empiezan a parecer toscas, mientras que las
nuevas, más finas, todavía se están desarrollando en el espacio mental
colectivo: el caos. La interacción entre el mundo invisible de nuestra
percepción profunda y lo que ocurre en el reino material se hace cada vez más
evidente: emoción. Aquellos que aprendan a manejar con destreza esta relación
ahora visible acabarán formando y manteniendo un nuevo equilibrio: felicidad.
Tal vez haya llegado el momento de considerar los acontecimientos actuales y
futuros desde esta perspectiva. Lo cual, espero que quede claro por implicación
de los puntos aquí expuestos, significa mirar estos acontecimientos más, no
menos, sin descartar sus aspectos mundanos y realistas, pero añadiéndoles una
nueva capa de perspectiva. Piensa en esta capa como algo análogo a ese espacio
en tu conciencia desde el que puedes ver tus propios pensamientos y tu
funcionamiento interno yendo y viniendo, un espacio que merece la pena cultivar
incluso mientras te sumerges de cabeza en el alboroto de tus pensamientos,
utilizándolos, esculpiéndolos desde dentro.
Este tipo de percepción en capas podría convertirse en nuestra mejor
herramienta para este nuevo capítulo, y quizá, sólo quizá, nos permita escapar
del interminable ir en círculos que llamamos existencia humana.
En ese sentido, amigos míos, Confíen en el Plan.
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